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La viuda del balcón

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Tamarinda, la enana, había sido la única en presenciar el suicidio y la posterior aparición de la señorita en camisón blanco, con los ojos llenos de luz y espanto por ver el mundo sin su amado balcón. Después de presenciar la escena, la boca de la enana sacaba los sonidos en forma de bombitas de saliva, con las manos tanteando el aire. Cómo fueron acomodadas estas palabras en su boca, es un misterio; pero dijo: “Él la amaba, por eso negoció con la casa para separarse de ella y tirarse al vacío”.

Cuando el pianista había hecho su aparición, Tamarinda se ilusionó y pensó: “por fin podrá salir de aquí y alejarse de él”. Por esa razón, metió a la araña bajo la puerta cuando la señorita y el pianista estuvieron solos, después de una orgía de vino y comida ofrecida por el padre; hizo que el juego de matar al animal la uniera con el músico, más bien interesado en los misterios de la casa.

La enana era torpe e incluso vulgar frente a todos; pero observaba cada detalle de los estados de ánimo de la casa y sus habitantes, estaba al pendiente de los platos, los manteles, sobre todo de los vinos y la comida, y era la encargada de acomodar las sombrillas de la señorita en el salón. También era la que cerraba las ventanas para que se mantuvieran en su lugar; aunque, como era natural, se rodaban de tiempo a otro y si por descuido el aire entraba un poco y las hacía correr como chiquilinas asustadas con las polleras de colores al aire, Tamarinda las acomodaba; se sonreía con la mano en la boca y suspiraba mirando al cielo.

En una ocasión había escondido, sin querer, una sombrilla, porque la usó un día muy caluroso, y la colgó de un perchero. Entonces, la señorita no se levantó de la cama en muchos días, hasta que la enana volvió a salir con la sombrilla y, al regresar, ella ya estaba feliz viendo a la gente pasar por el balcón de invierno.

“Tamarinda, ¿no te parece que el día de hoy es espléndido? Trae limonada, tomaremos el sol los tres y veremos a todos pasar y él nos dirá qué clase de persona es cada quien por sus cristales”. Un leve crujido las sacudió en el balcón. La señorita pasó su brazo blanco por él y se sonrojó. En un primer momento, la enana había pensado que tenía comezón en el brazo; pero la realidad es que uno puede rascarse con alguna mano, al menos que se esté paralizado, pensó después. En otra ocasión, la señorita le rogaba al balcón que la perdonara y lo veía con la mirada perdida, llena de amor.

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El padre sabía que a su hija le gustaba componer historias con personas que se le presentaban por el balcón, y contribuía a ellas; se imaginaba que toda esa gente convivía y comía ahí con ellos y olvidaba a su esposa muerta. Pensaba que tenía una soledad ordenada, su hija y la enana sabían muy bien cómo arreglar sus cuartos íntimos, y cuando los pensamientos del padre se posaban en el recuerdo de su mujer muerta tocando el piano, las manos de su hija lo regresaban también con el sonido. Ahora eran las del pianista que golpeaban con furia los dientes amarillentos del animal de cola negra.

Esa noche, estando los cuatro en la sala, en una visita inesperada del pianista, “la viuda del balcón”, como ella misma se había proclamado en cientos de poemas tirados en el salón de sus sombrillas, le dijo al padre: “quiero construir mi balcón de invierno, ya he reunido todos sus pedazos y él, señalando al músico, me trajo un nuevo cristal con el que veremos a todos pasar”. Ella no imaginaba cuál sería el alma que podría tener su amado, después de tantos meses muerto y con un ojo nuevo.

 

 

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