El banco central albergó importantes fideicomisos, públicos y privados, años después, la banca de desarrollo adoptó el modelo, creando fideicomisos cuyos comités técnicos, reglas y orientaciones miraban a las condiciones y características del objetivo buscado por el Gobierno Federal, siendo varios de ellos ejemplo de buen desempeño.
Cada fondo fue tomando personalidad propia y generó instrumentos, conceptos, agentes y operaciones adecuadas al sector al que pertenecían, sin estar atados a las restricciones típicas del sector central. Hasta hace un lustro existió un robusto sector de fondos públicos ajenos a la coyuntura; a la improvisación, y hasta a los problemas que derivan de la curva de aprendizaje, propia de funcionarios que son nombrados sin contar con experiencia o el perfil adecuado.
En distintos sectores del quehacer público, los fondos públicos llegaron a ser fuelles o amortiguadores de estructuras armadas con sujetos, cuya afinidad con los altos mandos, fue lo que les granjeó posiciones que debieran estar reservadas a especialistas en lo técnico o científico.
Fue enorme su aportación al sector público, dado que brindaron confiabilidad a quienes esperaban ministraciones completas y oportunas, para aplicarlas en proyectos que superan o rebasan lo sexenal. El país no puede, ni debe reinventarse cada sexenio. La infraestructura; la formación de técnicos y científicos; la consolidación de instituciones, y, en general, toda actividad que supone complejos esquemas de implementación, reclaman certidumbre y compromiso de largo plazo.
La existencia de fondos y fideicomisos públicos se erigió, por mucho tiempo, como garante en la ejecución de múltiples proyectos, manteniendo la suficiente, eficiente y completa erogación de partidas, lejos de las presiones, intereses y sesgos partidarios, así como de las naturales ambiciones de quienes empiezan a entender la encomienda que recibieron, cerca del fin del período para el que fueron elegidos.