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’Normalizar’ es lema de ‘halcones’

Si alguien pide hoy “normalizar” la política monetaria es un halcón. O un perezoso. Las palabras no son neutras. Traicionan. Algunos aluden a una política “normal” para no quedar en evidencia. Su propuesta real es que sea “restrictiva”, o “astringente”: tipos de interés más altos, menos dinero circulando. Enfriamiento.

No hay política normal, sino adecuada a la coyuntura. Lo normal en la Gran Recesión, la restricción monetaria (alzas de tipos del BCE en 2008 y 2011), fue un desastre que agravó la parálisis. El canon de normalidad hoy es la expansión adaptativa; o al menos, la equidistancia. Es la de la Fed en su revisión estratégica de agosto de 2020 y del BCE de julio de 2021. O sea, el 2% como objetivo de inflación, pero en calidad de linde poroso, maleable, según exija la economía.

Al halcón le inquieta solo la inflación, no el crecimiento, ni el empleo ni el bienestar social. Solo el ahorro, el dividendo bancario, la estabilidad financiera.

El debate actual sobre si la inflación es temporal o tiende a enquistarse —y hay argumentos legítimos en ambos sentidos— encubre otro: cuál es el peor riesgo. Si precipitarse prematuramente a la restricción, lo que frenaría de golpe la recuperación del crecimiento poscovid: la pulsión de los duros. O tener prudencia paciente, la de los blandos, pero que podría llevar a subidas posteriores: dañinas, por quizá más abruptas.

Para la óptica paloma, el alza de tipos del Banco de Inglaterra es discutible. ¿En qué ayudará a controlar la inflación de costes? ¿Por qué razón rebajaría el precio del gas, los fletes o el aluminio?

Y además, subir tipos cuando la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria cifra en un 4% el impacto negativo del Brexit a largo plazo —y la previsión de la OCDE para su PIB en 2023 es del 2,1%, más/menos la mitad que en España, el 3,8%— sorprende.

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Parece clamar por una recesión. Aunque el alza es de broma. Un cuartillo (el 0,25%): más símbolo que cuerda de ahorcar. Precipitación, pero en cuantía no letal.

Mejor tino lleva la inmediata reducción de las compras de bonos en Estados Unidos —impulsan a la baja los tipos, pero a medio plazo— y el anuncio de alzas directas de tipos en 2022 y 2023, hasta el 2,5%. Más que por la razón oficial de que la inflación no sería temporal sino duradera, porque su economía cabalga. No solo ha recuperado su nivel precovid, sino su senda interrumpida por la pandemia.

Pero la Reserva Federal deja colgando el desacople con la política fiscal ultraexpansiva de Joe Biden. Y mella la confianza en la revisión de su estrategia: en septiembre de 2020 auguró que aplazaría el alza de tipos hasta 2024.

El paquete del BCE es más sofisticado, por más adaptativo. Mantiene sine die los tipos, en términos exactos a los del 9 de septiembre. Hasta que se reúnan tres condiciones. Cuando la inflación prevista a unos tres años alcance el 2% (prevé el 1,8%); se esperen tasas similares a unos 18 meses (también el 1,8%), y la subyacente (sin energía ni alimentación, lo volátil) sintonice con la global, al 2% (ahora ronda el 2,5%). Hoy solo se cumplen las dos primeras, y si esto siguiese así, adiós a una futura falsa normalización halconera.

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La reducción del programa pandémico de compras de bonos (PEEP), aunque preanunciada, podría contrariar el ritmo de la recuperación. Por fortuna, la mayoría paloma del consejo logró imponerle tres flexibilidades. A saber: Se reanudará si es necesario. Los recursos allegados por los bonos enajenados se reinvertirán hasta final de 2024 (y no de 2023, como se preveía). Y se ajustarán asimétricamente a los distintos países (también a Grecia), si conviene. El BCE no se arruga.

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