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Sucursales frente a filiales en la zona euro

Tomás Ondarra

En un discurso muy interesante, Andrea Enria, actual presidente del Mecanismo Único de Supervisión, argumentaba a finales de septiembre que, a pesar de que el marco institucional de la unión bancaria está aún lejos de completarse, está en manos del mercado dar un nuevo empujón a la consolidación transfronteriza. De nuevo, la idea de buscar grupos con dimensión suficiente para mirar de tú a tú a los grandes bancos americanos y chinos, que se suma a la ya histórica frustración de la Comisión Europea por la inexistencia de proveedores de servicios financieros al por menor verdaderamente paneuropeos.

Una de las posibles soluciones que apunta Enria es que los grupos bancarios europeos conviertan en sucursales sus filiales bancarias en otros Estados. Enria se cuestiona las razones por las que los bancos europeos han apostado masivamente por el uso de filiales como vehículo legal para el desarrollo de sus negocios transfronterizos europeos, cuando la libertad de prestación de los servicios bancarios a través de sucursales existe desde el año 1992 (pasaporte comunitario). Es consciente Enria de que, a pesar de algunos casos icónicos en el norte de la Unión (Nordea y Luminor), con carácter general la prestación transfronteriza de servicios bancarios a través de sucursal no pasa de mera anécdota.

Bien podrían añadirse otros a los ejemplos citados por Enria. El uso de sucursales en el ámbito de la banca mayorista tiene una amplia tradición entre los grandes grupos bancarios europeos, incluidos los españoles. Fráncfort, Bruselas, Ámsterdam, París, Milán y, previamente al Brexit, Londres son las ciudades europeas que quizás cuenten con el catálogo más amplio de sucursales europeas. Pero también en la banca retail existen casos emblemáticos, como el de ING Direct. Y, en España, Santander Consumer Finance se encuentra actualmente transformando su modelo operativo mediante la conversión de una buena parte de sus filiales en sucursales a través de fusiones transfronterizas.

Más allá de preguntarnos las razones, de sobra conocidas, que explican esta situación, quizás sea útil hacer un pequeño ejercicio de comparación transatlántica, porque la Unión Europea y Estados Unidos publicaron casi de forma simultánea las leyes que habilitaron a sus bancos la apertura de sucursales en otros Estados.

En efecto, la ley que liberalizó la apertura de sucursales bancarias en otros Estados en Estados Unidos data de 1994. Hasta esa fecha, el interstate branching estaba prohibido y los grupos bancarios americanos tenían que mantener tantas licencias bancarias como Estados en los que operaban (con ciertas excepciones). La restricción provenía de la Ley McFadden de 1927, que solo permitía a los bancos abrir sucursales en las condiciones impuestas por los diferentes Estados. Dicho de otra manera, el Estado federal delegaba en los Estados federados la posibilidad de que bancos de otros Estados captasen depósitos de sus ciudadanos.

Inevitablemente, y muy especialmente tras la monumental crisis bancaria de 1929, los Estados, que disponían (y disponen) de sus propias agencias supervisoras al margen de las federales, adoptaron actuaciones netamente proteccionistas sobre sus mercados bancarios. El resultado inevitable de esta política fue la excesiva fragmentación del mercado bancario americano, que entre los años setenta y ochenta contaba entre 12.000 y 13.000 bancos. Si un grupo buscaba una dimensión nacional, debía adquirir un banco o abrirlo (si esto era posible), dado que una licencia bancaria no habilitaba a operar en varios Estados. Emergieron grupos encabezados por bank holding companies con tantas filiales bancarias como Estados en los que operaban.

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Estas estructuras corporativas eran arcaicas e ineficientes, con consejos de administración y mecanismos de gobierno diferenciados, que estaban obligados a lidiar con multitud de autoridades supervisoras que no pocas veces competían entre ellos. Sin embargo, y como es lógico, los intereses de los banqueros con ambiciones nacionales fueron imponiéndose poco a poco a la influencia proteccionista que los dueños de los pequeños community banks tenían sobre los políticos americanos. Ya en la década de los ochenta, fueron varios los Estados que firmaron convenios en los que recíprocamente habilitaban la apertura de sucursales de bancos de otros Estados en sus territorios.

Finalmente, y con abrumador apoyo político, se aprobó la Ley Riegle-Neal en 1994, curiosamente tan solo dos años después del pasaporte comunitario. La ley, del mandato de Clinton, permitía a los Estados no implementar esta norma (los llamados holdouts) y mantener así su soberanía bancaria. Si bien algunos Estados, como Montana, las dos Dakota, Wisconsin o Minnesota, al principio dudaron, todos los Estados americanos acabarían entrando. Por primera vez, existía una licencia bancaria única en Estados Unidos.

Si el régimen de pasaporte o licencia bancaria única es prácticamente coetáneo en la Unión Europea y en Estados Unidos, su popularidad ha sido radicalmente diferente. En Estados Unidos el resultado fue un éxito rotundo. En Europa, el discurso de Enria atestigua precisamente lo contrario. Al otro lado del Atlántico se daban las condiciones idóneas para este nuevo régimen. En el haber, el inglés como lengua nacional, el dólar como divisa y similares preferencias y gustos de los consumidores, a los que se añadían un único banco central (la Reserva Federal) y un único seguro de depósitos (el FDIC), aunque seguían existiendo varios supervisores bancarios, no siempre coordinados.

¿Y actualmente en Europa o, más concretamente, en la eurozona? Tenemos un supervisor único. Una única divisa. Un único banco central. Multitud de lenguas, pero el inglés imponiéndose como idioma vehicular. ¿Y un fondo de depósitos único? ¿Por qué no se avanza?

Carolina Albuerne es abogada de Uría Menéndez.

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