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Internacional

Watergate, los papeles del Pentágono y ese Pulitzer que tuvo que devolver: la vida de Ben Bradlee, mítico director de ‘The Washington Post’

Pocas personas han tenido la suerte de Ben Bradlee (Boston, 1921-Washington, 2014) para toparse con el curso de una época. Al legendario director de The Washington Post entre 1968 y 1991, una de las figuras más representativas del periodismo del siglo XX y de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 26 de agosto, le ocurrió en varias ocasiones. La Segunda Guerra del mundo, en la que participó; los motines raciales por los derechos civiles, varios de los cuales narró como reportero; o la entrada del glamur en la política con la llegada a la hogar Blanca de los Kennedy, de quienes era amigo, fueron algunos de los acontecimientos de los que fue un privilegiado espectador.

Bajo su liderazgo, el Post destapó los dos mayores escándalos políticos de Estados Unidos -las mentiras de varios presidentes sobre Vietnam, gracias a los Papeles del Pentágono; y el espionaje del caso Watergate que acabaría con la presidencia de Richard Nixon-, pero parte de la fama que Bradlee alcanzó es debida al cine. Su imagen de grandullón enérgico y algo malhumorado, enfundado en camisas a rayas de cuello blanco de la marca londinense Turnbull & Asser, es inseparable del éxito que, contra su criterio, alcanzó el director Alan J. Pakula con Todos los hombres del presidente (1976), película en la que Robert Redford y Dustin Hoffman interpretan a Bob Woodward y Carl Bernstein, los dos reporteros a los que Bradlee (Jason Robards) y otros guiaron en la revelación del Watergate. Pero más allá de los hitos informativos a los que contribuyó, su mayor legado procede de la relevancia que concedió a que la prensa diaria contara las transformaciones cotidianas, un interés que procedía del intenso cambio social generado por la contracultura de los sesenta.

Desde muy pronto, Bradlee tuvo ocasión de medirse con los acontecimientos. Había nacido en una familia de Boston lo suficientemente acomodada como para soportar cualquier envite económico, pero no la Gran Depresión, de la que él y los suyos salieron esquilmados (el padre era inversor bancario) y que el entonces pequeño Ben percibió como la primera experiencia que verdaderamente estaba cambiando su vida, según reconoció el periodista en su libro de memorias, A Good Life (en español publicadas por Aguilar bajo el título La vida de un periodista).

Con el apoyo de varios parientes, la familia se recuperó y Ben ingresó en el internado masculino de St. Marks, donde recibió la educación que se esperaba de un joven wasp de su clase social y que más tarde describió como la propia “de un mundo que ya no existía”. “Las enseñanzas impartidas eran de lo mejor”, ironizaba, “pero las no impartidas -sobre inopia, antisemitismo, delincuencia o cualquier cosa remotamente contracultural- eran extensas”. En cualquier caso, todavía le gustaba “ser un integrado”: “Faltaba mucho para que encontrara el coraje para tolerar, explorar y disfrutar con los marginales”.

Ben Bradlee en su escritorio en 1971, un año antes de destapar el ‘caso Watergate’.
Ben Bradlee en su escritorio en 1971, un año antes de destapar el ‘caso Watergate’.Mike Lien

Su próxima parada iba a ser Harvard, última estación en la que los bostonianos de bien culminaban su educación sin haber salido del estado de Massachusetts, pero primero tuvo que permanecer varios meses postrado en una cama tras contraer la polio. Al poco de recuperarse, trabajó por primera vez en un periódico, el Beverly Evening Times, aunque esto no influyó tanto en su posterior carrera. Sí lo hizo el verse, con 21 años, a bordo del destructor Philip luchando en el Pacífico contra los japoneses.

Allí descubrió que le gustaba “calibrar a los hombres” y “sentir la responsabilidad de no poder fallarles”. Eran tiempos en los que todo iba muy rápido: antes de combatir en la Segunda Guerra del mundo, Bradlee, que se alistó voluntariamente, se graduó de Griego e Inglés y de la escuela naval. Todo ello, el mismo día que se casó con Jean Saltonstall, una joven del mismo entorno social que él y que sería la madre de su primer hijo. De regreso en Estados Unidos, en 1944, era un veterano de guerra de 23 años.

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El mérito de haber participado en la guerra no le sirvió, sin embargo, para encontrar trabajo a la vuelta. Acabó optando por cofundar un periódico dominical en New Hampshire en el que trabajó dos años y medio. Después, recaló, gracias a una de esas carambolas de las que tanto se enorgullecía (un día de lluvia le hizo desistir de una entrevista de trabajo en Baltimore y continuar en el tren hasta Washington), en el Post. Se acercaban los años más enconados de la Guerra Fría, como demostraría el auge del macartismo, pero para el redactor de un periódico local que escribía de sucesos y reconocía no haber visto a un negro hasta pasada la adolescencia, lo determinante fue aquel “primer encuentro real con la segregación”.

A ese periodo se remonta un propósito que desplegó tiempo después: la creación de la primera sección de un gran medio escrito preocupada por las tendencias sociales. “Queríamos tratar la cultura de América, que estaba cambiando ante nuestras narices. La revolución sexual, la cultura de la droga, el movimiento de mujeres. Y queríamos que fuera interesante, excitante, diferente”. Bradlee denominó “Estilo” al área encargada de esos contenidos, un movimiento replicado ampliamente en la prensa escrita y que él promocionó desde el ingenio y la irreverencia. Esta quizá haya sido su obra más destacada, entre otras razones porque, como él mismo argumenta en sus memorias, la ofensiva de Nixon que hizo que los papeles del Pentágono generaran tanto impacto no puede explicarse sin la Guerra Fría; y el Watergate, según Bradlee, cambió más el periodismo que la política -los funcionarios federales condenados por crímenes federales se incrementaron exponencialmente a partir de entonces.

Katharine Graham junto a Ben Bradlee.
Katharine Graham junto a Ben Bradlee.reuters

Todo ello ocurrió durante su segunda etapa en el Post. Antes, pasó seis años en París trabajando primero en la embajada estadounidense como agregado de prensa y después como corresponsal europeo del semanario Newsweek. Allí conoció también a su segunda esposa, Antoinette Pinchot, con quien tendría dos hijos —Bradlee vivió parte de esos años entre la capital francesa y el Norte de África, adonde se desplazaba para cubrir las luchas por la independencia— y junto a quien después se convertiría en pareja de huéspedes predilectos de Jack y Jackie Kennedy, que se habían convertido en vecinos cuando el entonces senador demócrata y su mujer se mudaron a una hogar contigua en el barrio de Georgetown, en Washington.

Con el presidente llegó a registrar 125 conversaciones en cinco años (hasta su asesinato en 1963). Kennedy sabía que Bradlee tomaba notas tras cada encuentro y, según el relato del periodista, el asunto no le generaba demasiadas preocupaciones. Se trataba de una relación que hoy desafiaría el convencimiento de que existe una frontera para las relaciones entre política y periodismo. Los Kennedy, en cualquier caso, parecían conocer eso mejor que los Bradlee, como demostró el encuentro que estos mantuvieron con la primera dama horas después del asesinato del presidente. Esta se echó en los brazos de la pareja, pero no sin recordarles que nada de aquello debía publicarse. “El corazón se me hundió al darme cuenta de que, a pesar de su dolor, ella sentía que no podía confiar en mí, que yo era a la vez un amigo y un extraño”, rememoraba al final de su vida el periodista.

Bradlee regresó al Post después de que el periódico comprara Newsweek. A partir de entonces forjó una estrecha relación durante con Katherine Graham, que se había puesto al mando de la compañía tras el suicidio de su esposo, a quien el padre de ella había preferido legar la mayor parte de la compañía en su detrimiento. La película The Post (2017), de Steven Spielberg, en la que Tom Hanks interpreta a Bradlee, narra los riesgos económicos y judiciales que encerraba la publicación de los Papeles del Pentágono, a la que Graham, con arrojo y acierto, accedió finalmente. De su relación con ella extrajo Bradlee la conclusión, según declaró en varias ocasiones, de que “lo único que necesita un director de periódico para tener éxito es un buen propietario”.

Bradlee aún se hogarría una tercera vez, con Sally Quinn, joven reportera estrella de la sección de estilo, con quien tuvo a su cuarto hijo. Eran los años en los que el diario acaparaba premios Pulitzer y ensanchaba su leyenda, pero también fue entonces cuando el ya mítico director vivió su momento profesional más bajo, resultado de la publicación de un artículo falso de la periodista Janet Cooke sobre un adicto a la heroína de ocho años al que el amante de su madre inyectaba con regularidad. Los datos más superficiales ya apuntaban a la falta de veracidad de la historia, pero ello no evitó que ganara el premio Pulitzer de 1981 a reportaje de fondo (que el Post habría de devolver).

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A raíz de aquel escándalo, Bradlee presentó su dimisión, aunque no fue aceptada y permaneció como director del diario hasta 1991, cuando cumplió 70 años. Durante sus últimos tiempos, no alcanzó a comprender que el futuro de la prensa fuera digital y llegó a manifestar a varios amigos que el negocio había dejado de divertirle incluso antes. Su periodismo, sin embargo, como resaltó el Post tras el fallecimiento de Bradlee 2014, era de su época y de cualquier otra. “Combinó historias basadas en la reportería agresiva con reportajes que tradicionalmente aparecían en revistas, dirigiendo a sus periodistas con una mezcla de víscera e intelecto”, le agradeció entonces el diario.

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Nacional

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