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El mexicano: ¿con queso o sin queso?

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Los autores, sentados en una sala al aire libre
Santiago Ampudia Castelazo y Víctor Armando Rendón Penilla

El mexicano, en su ardua lucha por descubrir la esencia de la quesadilla, busca encontrarse. A todos, en algún momento, se nos ha revelado la quesadilla como un debate indetenible y polarizante: ¿llevará queso en sus adentros o puede ser sin más? El ser de la quesadilla, al igual que el del mexicano, se manifiesta como interrogante: ¿qué somos y cómo lo realizaremos? Una aventura al mercado invoca, como diría Octavio Paz—o algo así—, un momento de reflexión: inclinado sobre el comal donde se cocina su conciencia, el mexicano busca encontrar la identidad detrás del rostro que aflora lentamente del fondo del aceite, deformado por las ardientes burbujas que revientan incesantes; el craso barro funge cual espejo donde su reflejo, en el turbulento óleo, se observa dubitativo, variable, permitiéndole al individuo contemplarse por instantes. El hambre del mexicano por comer se transforma en hambre por descubrirse. Éste emprende su travesía por la ruta de la garnacha en búsqueda del elemento que lo conecte con sus raíces. Un puesto de tianguis cualquiera comprende en sí mismo todo el universo mexicano.

Desde la conquista, el mexicano fue despojado de su esencia para después incesantemente perseguirla en su gastronomía, como si fueran las manos o el cuchillo del taquero aquellos que transportaran la mexicanidad—en sentido platónico—al platillo. Ésta, representada por esos tres colores que vislumbran una identidad, se asoma en la vida del mexicano persiguiéndolo de diferentes formas: chilaquiles verdes, pozole blanco, enchiladas rojas; una bandera que lo cobija ante la gélida desnudez del mundo, mostrándole a la vez que no está en cuero. Inmerso en un batiburrillo de tragedias que atentan contra la nación que lo acoge, el mexicano se aferra a la cultura que trasciende las afrentas. Se resiste a ser definido por violencia, y busca en la gastronomía confirmar lo que sí es mediante aquello que lo enorgullece.

La pregunta sobre la esencia de la quesadilla parece eclipsar aquella sobre la mexicanidad, pero, tras detenido análisis, la potencia. Ambos sufren de una continua crisis de identidad, misma que se forma y transforma continuamente como fruto de un duelo mortal entre ideologías; una yuxtaposición entre la historia y la modernidad; una disputa entre la apertura al cambio, al progreso, y la negación de la mutabilidad en pos de la tan ansiada estabilidad. «¡El queso es indispensable en una quesadilla porque su nombre lo dice!», exclaman los obsesionados con el pasado. «De lo contrario, no puede ser una quesadilla»; «¡No veo que te estés quejando de que no te paguen tu salario con sal!», replican envalentonados los más revolucionarios. «No serás un soldado romano, mas ciertamente exhibes la misma brutalidad».

Este conflicto idiosincrático que una vez más divide al país—sobre todo entre norte y centro—vuelve a confirmar que el peor enemigo de un mexicano es otro mexicano. Quien intenta hallar en el ayer la inspiración para definir lo que es hoy se ve amenazado por aquel que desea iracundamente olvidar tiempos pretéritos. Los nuevos descubrimientos se ven azotados por las bramuras de quienes reniegan el flujo del tiempo. En este caso, preguntarse si es con o sin queso es cuestionarse si hemos de habitar la edificación que se ha erguido o cimentar otra para entonces empezar a crear aquello que nos albergue y constituya. La mexicanidad flota entre el otrora y el ahora, sin residir en ninguno.

Este mismo debate subordina a otro tan fundamental como la mexicanidad misma. Entre los defensores del queso en favor del respeto etimológico, la interrogante sobre el origen de quesadilla divide bandos. Si bien hay paladines nacionales que fervientemente se aferran a nuestros orígenes prehispánicos al buscar el origen del concepto en el náhuatl, parece ser que es la mano colonial la que moldea con mayor incidencia los inicios de la palabra. Todo apunta a que quesadilla emana de quesada, un dulce pastelillo de queso de origen español, que halla su origen en el latín cāseum, raíz de queso. Aún se manifiestan vestigios de la dualidad que masacró a la mexicanidad por tantos siglos—inclusive desde antes de ser mexicanos—. La ambigüedad histórica del nacimiento mestizo de la quesadilla deja entrever lo dubitativa que es la mexicanidad desde sus cimientos; ¿cómo construir, pues, si no se pacta siquiera dónde?

Estas desavenencias sólo ilustran las propias que sufre el mexicano internamente desde hace siglos. Resulta intuitivo que la mexicanidad se le otorga—como un privilegio merecido—al mexicano que ha nacido y crecido en México; ¿qué hay, entonces, de los tacos al pastor, icono global de la mexicanidad, que emanan del shawarma traído por inmigrantes libaneses? ¿Deja la propia quesadilla de ser orgullo nacional por provenir de fuera de la propia nación? La misma disyuntiva se extrapola a la descendencia de nuestros paisanos cuyo exilio fue forzado por situaciones ajenas: ¿son más mexicanos ellos o los esquivos extranjeros que hallan su casa en este país? ¿Y cuán nacionales son los forajidos mexicanos de nacimiento que apenas emprenden viaje allende las fronteras se avergüenzan de la que alguna vez fue su patria—si es que lo fue—, negándola pudibúndamente? Parece ser que, hipócritamente, el mexicano sólo a veces «nace donde se le da la rechingada gana».

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La realidad: el México que viven y engullen unos no es el mismo para otros; ¿es más auténtica la quesadilla de mercado o la de un restaurante establecido? Al otro lado del espejo, ¿es más mexicano el México que vive el trabajador de clase obrera o el México que vive la clase alta ¿La mexicanidad se ha de arar en las tierras mexicanas, labrarse en piedra de pirámide azteca La meritocracia mediante la aportación social como vía ineximible para la mexicanidad suele ser una postura negligente ante la noción de que es la confluencia de los Méxicos la que compone al país, tal como la quesadilla es más que la sinergia de los ingredientes. Las afrentas entre mexicanos sobre la contingencia del queso esencialmente son sobre la de su México en la mexicanidad. En un desasosegado esfuerzo por prevenir su exclusión, un mexicano intenta despatriar al resto para asegurar que sea su México el sobreviviente.   

Sea cual sea la cuna de su nacimiento, hay algo que escapa de toda duda: son estos ininterrumpidos metadebates, aun si no existe una respuesta, los que moldearán quién es el mexicano. Las palabras mutan, evolucionan; los humanos, también. Se ven inmersos en un continuo enriquecimiento propiciado por el debate: el resultado de una no siempre grácil colisión de pluriversas culturas que cataliza a la mexicanidad. La pesquisa sobre la identidad trasciende cualquier efecto pragmático. Mientras haya una tortilla –respeto y visibilización por la historia y la cultura– que una a la mexicanidad, las distintas formas de ella implican diversidad y crecimiento. La armoniosa convivencia de las diferentes manifestaciones de la mexicanidad es lo que propicia el ambiente de constante redescubrimiento en el que el mexicano puede formar su identidad—una inmune a las ráfagas de vientos bárrocos—. La respuesta sobre si el mexicano va con o sin queso no es ni remotamente tan relevante como la propia duda; absorto en la búsqueda conjunta de la identidad de la quesadilla, éste se da cuenta de que no recorre el laberinto en soledad.

 

 

 

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