Nacional
Huellas y memoria
Nadie duda de la trascendencia que reviste la colección prehispánica que resguarda el Museo Diego Rivera-Anahuacalli, con sus más de 51 mil piezas, entre esculturas, vasijas, efigies, floreros, máscaras y objetos de lítica y cerámica, que integran un riquísimo acervo, aunque se ha insistido, como todos saben, en que parte de éstas sólo son réplicas, dado el apetito descomunal del muralista mexicano por tener todo lo que le llevaban a su casa desde muchas zonas del país.
Esto viene a cuento porque, hace unos días, las autoridades del Anahuacalli anunciaron en redes sociales la creación de su Laboratorio de Restauración, así como el inicio de una limpieza e intervención de las “piezas emblemáticas de la colección”, con ayuda de estudiantes de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía Manuel del Castillo Negrete (ENCRyM), como parte de sus prácticas intersemestrales.
Si bien dicha labor es necesaria y destacable, me parece que, antes de implementarla, la actual directora del Anahuacalli, María Teresa Moya, debió consultar a su antecesora, Hilda Trujillo, para conocer las razones por las que dicho acervo no había sido intervenido.
Sucede que, hace algunos años, expertos como Felipe Solís Olguín sugirieron que los elementos prehispánicos no recibieran trabajos de limpieza hasta que especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) extrajeran la mayor cantidad de información posible, con la intención de determinar el fechamiento absoluto de éstas, llevando a cabo análisis de sedimentos y de termoluminiscencia que permitieran datar con precisión los objetos de arcilla, lo cual, hasta donde se sabe, no se ha realizado, y sería un cúmulo de datos en riesgo de perderse.
De acuerdo con el libro El Anahuacalli de Diego —ideado y coordinado por Hilda Trujillo, con textos de Renato González Mello, Xavier Guzmán Urbiola, Felipe Solís, Juan Rafael Coronel, María Teresa Uriarte y Alicia Azuela, entre muchos más—, cerca de 70% de las piezas proviene de las tumbas de tiro del Occidente del país, aunque el acervo incluye vestigios desde Paquimé, en Chihuahua, y de la cultura mexica, hasta Oaxaca y Veracruz.
Ojalá que la titular del Anahuacalli tome nota sobre el tema, consulte lo necesario y aclare si fueron agotados los estudios sugeridos por los expertos antes de la limpieza, como parte de la nueva museografía, que deberá sumar los datos referentes a la catalogación, previamente realizada por Eulalia Guzmán, arqueóloga y amiga de Diego Rivera, y el INAH.
ROGELIO CUÉLLAR
Este año, Rogelio Cuéllar (CDMX, 1950) será uno de los dos artistas visuales que recibirán la Medalla al Mérito Fotográfico, dentro del Encuentro Nacional de Fototecas, así que, desde este espacio, celebro su galardón y le envío un abrazo con cariño.
Rogelio es el testigo y la memoria del paisaje literario y artístico de la segunda mitad del siglo XX. Su obra es ampliamente reconocida, aunque, más allá de eso, quisiera destacar la generosidad del personaje.
Él no debe recordarlo, pero hace tres lustros toqué a su puerta por primera vez para entrevistarlo. Me saludó como si se tratara de un vecino que anda en el piso equivocado. “Pasa, colega. Siéntate”, me dijo. Minutos después ya me contaba algunas de sus anécdotas. Por ejemplo, la de aquel día que captó a Jorge Luis Borges en el urinario, durante su recorrido por Teotihuacan. “¿Eres tú, duende? ¡Ya te escuché!”, le dijo el argentino, entre risas. Luego vendrían más historias, porque así es Rogelio: un rompecabezas visual y, como ejemplo de su talento, basta con recorrer el sitio https://www.rogeliocuellar.mx Rogelio Cuéllar. 250 retratos de la literatura mexicana, que compendia una breve parte de su corpus gráfico.

