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Eso cuesta. Y mucho

Era un flojo, lo que sea de cada quién. Para calificar a los que son como él existe una palabra más rotunda, terminada en -ón, pero no la digo por ser hoy domingo, día del Señor. De cualquier modo era un flojo, lo que sea de cada quien.

Y era un borracho. Tampoco eso nadie se lo podía quitar. Hay una máxima que dice: “El vino eleva el espíritu, convéngale al cuerpo o no”. Bien podía él suscribir en todas sus letras ese vinícola aforismo.

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No es una buena combinación la de ser perezoso y temulento. Por eso el hombre de mi historia andaba siempre a la cuarta pregunta. Esta expresión que ya nadie usa, “andar a la cuarta pregunta”, proviene del antiguo interrogatorio a que sometía la Iglesia, por boca del cura párroco, a quien iba a contraer matrimonio. Las tres primeras preguntas se referían al nombre, domicilio y oficio del contrayente. La cuarta hacía referencia a los medios con que contaba para establecer un nuevo hogar. Cuando alguien carecía de todo se decía que andaba a la cuarta pregunta.

Cierto día iba por la calle el personaje de este cuento cuando se topó con un amigo que lo conocía bien. Aquel hombre iba de prisa, de modo que casi no se detuvo a saludarlo.

-Voy al banco a depositar un dinero –le dijo a las volandas–. Luego debo asistir a una junta importante de negocios. Perdóname que no me detenga. Después platicaremos.

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-Hombre –le dijo el vago a su próspero amigo–. Si tan de prisa vas y temes llegar tarde a esa junta, yo puedo ahorrarte el trabajo de ir al banco. Permíteme depositar por ti el dinero.

Su amigo pareció vacilar por un momento, pero seguramente consideró que si iba al banco no llegaría a tiempo a aquella reunión tan importante. Así, aceptó la sugerencia.

-Son 2 mil pesos en efectivo –le dijo al tiempo que le entregaba un sobre con billetes–. La señorita del banco sabe cuál es mi cuenta; nada más dile que vas de mi parte.

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Y así diciendo le entregó el dinero y le pidió que le llevara a su oficina la ficha del depósito.

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De esa manera el hombre de mi historia se vio con 2 mil pesos en las manos. En su vida había tenido tal dinero. Pero, fiel a su encomienda, se dirigió al banco a depositar la cantidad. Por desgracia en el camino pasó por una de las cantinas donde solía dar alientos a su afición etílica. Ahí una cuba costaba 20 pesos.

-¿Qué son 20 pesos? –se preguntó–. Juan no se enojará si los deduzco de la suma. Es como una propina por el servicio que le hago.

Entró, pues, y pidió una cuba. Pero las copas son como el busto femenino, una es muy poco y tres son demasiadas. Dos es la cantidad justa. Así, pidió otra cuba.

Y otra… Y otra… Y otra… Llegaron amigos –el cantinero se encargó de llamarlos– y, para no hacer largo el cuento, en unas cuantas horas se esfumaron los 2 mil pesos.

Al día siguiente el dueño del dinero buscó a su amigo para preguntarle si había hecho el depósito. Desde luego no lo halló. Más veces lo buscó en los días siguientes a fin de preguntarle qué había hecho con el dinero. La búsqueda fue en vano.

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Pasó un mes. Cierto día el vago iba por la calle cuando vio venir al otro. Antes de que éste pudiera decirle una palabra, el sinvergüenza abrió los brazos y le dijo con dolorido acento.

-¡Pero si ya me conocías! Por pendejo me confiaste ese dinero. Y lo pendejo cuesta.

De veras que cuesta. Y mucho.

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