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La ministra Norma Piña y su equivocado ‘estilo frontal’

Hasta hace unas horas, casi cualquiera que intente mantener una postura sobria en relación con los temas de la vida pública apostaba porque la “denuncia” realizada por el senador morenista Alejandro Armenta, en contra de la ministra Norma Piña, era una “fabricación”, una exageración afiebrada de un político de pocas luces intelectuales y nada republicanos modales.

Y eso era así, sobre todo porque la señalada ha mostrado, desde su arribo al cargo en las primeras horas del año, una sobriedad poco frecuente entre quienes ocupan un cargo de tal responsabilidad. Su actitud contrastaba de forma notoria con el comportamiento del presidente López Obrador y sus seguidores, quienes han desatado una auténtica “cacería de brujas” en su contra.

Sin embargo, para sorpresa de muchos, la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación reconoció ayer, a través de un comunicado, que los mensajes exhibidos por el senador Armenta son auténticos y que fue ella quien se los envió personalmente.

No es un asunto particularmente grave, hablando en términos estrictamente políticos. No estamos tampoco ante un episodio que descalifique a la ministra Piña, ni en su papel de jueza constitucional, ni es su calidad de persona y menos aún de mujer.

Sí revelan los mensajes, sin embargo, una falta de oficio político que abolla el prestigio construido por la ministra durante los poco más de cuatro meses que lleva en el cargo, esencialmente por su capacidad para resistir los embates que desde el Poder Ejecutivo le lanza el propio Presidente.

La carta mediante la cual Piña reconoce la autoría de los mensajes contiene elementos dignos de mención. El primero de ellos es el señalamiento de que la juzgadora decidió no quedarse callada para evitar que su silencio “deje lugar a dudas”, es decir, para no consolidar la idea, por muchas voces expresada, de que lo dicho por Armenta sería falso.

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El segundo es el reconocimiento explícito al hecho de que la vía utilizada para manifestar su opinión “no fue la más adecuada” y su deseo porque su “modo directo y frontal de hablar se distinga claramente de una amenaza”.

La honestidad intelectual de la ministra sin duda debe agradecerse. Pocos ejemplos quedan en ese sentido en el océano de cinismo que caracteriza la vida pública. Sin embargo, también debe reprochársele la poca resiliencia mostrada en este caso y la forma poco elegante en la cual reaccionó, porque su conducta personal no puede ser desvinculada de su responsabilidad como titular de uno de los poderes de la Unión.

Es de esperarse en este caso que la ministra haya aprendido una lección valiosa respecto de la forma en que está obligada a cuidar la investidura que representa y que la estridencia característica de la vida política del país no lleve a que lo ocurrido se magnifique de forma irracional.

Se trata, en todo caso, de un episodio que debería dejar lecciones valiosas para todos que sirvan para mejorar la calidad de nuestra vida pública y no para degradarla aún más.

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