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Hacia un Tratado de Seguridad para América del Norte

Hace quince días señalaba en este espacio que el caso de los dos estadounidenses asesinados en Matamoros podría ser la gota que derrame el vaso y que cambie para siempre la (hasta ahora insatisfactoria) relación con Washington en materia de seguridad. Cada vez me parece más claro que vamos por esa ruta. El miércoles pasado, durante una comparecencia pública, el secretario de Estado, Antony Blinken, se enfrascó en una discusión con el senador republicano Lindsey Graham (apologista de Trump y del juego rudo en materia de política exterior). Este último logró orillar a Blinken a reconocer que el crimen organizado “controla” partes del territorio mexicano. Tal declaración, de boca del responsable de las relaciones exteriores de Estados Unidos, acaparó la atención de los medios en México, y al día siguiente dio lugar a una previsible descalificación por parte de AMLO.

A los republicanos les viene bien pintar una grave crisis de inseguridad en México. No les hace falta inventar, con exagerar un poco les basta. Es evidente que los cárteles controlan algunas franjas del territorio nacional (por ejemplo, la sierra de Jalisco, la sierra limítrofe entre Durango y Sinaloa, la zona boscosa entre Chihuahua y Sonora, la zona de Tierra Caliente en la frontera entre Guerrero y Michoacán, el corredor que va de Celaya, continúa por Apaseo el Grande, sigue por Irapuato y llega hasta Salamanca, entre otras). En docenas de municipios en las zonas rurales más violentas del país son ellos quienes –hablando en plata– palomean a los alcaldes, y con ellos a la policía local. Al sacar a relucir esta realidad, Graham consiguió lo que buscaba: una declaración que confrontara a los gobiernos de Biden y de López Obrador. Sin embargo, más allá de la animosidad, durante la comparecencia también se mencionaron cuestiones de fondo que seguirán presentes en la agenda de Estados Unidos hacia México. Estas cuestiones incluyen la eventual designación de los cárteles como organizaciones terroristas, e incluso una intervención similar al Plan Colombia (que incluyó el despliegue de militares norteamericanos en suelo colombiano para tareas de inteligencia y apoyo táctico).

Actualmente, varios factores contribuyen a que la crisis de inseguridad en México tenga una creciente relevancia en Washington. Por un lado, el secuestro y asesinato de los jóvenes norteamericanos en Matamoros no sólo destaca por lo cruento, sino también porque ocurre en un momento en el que México recibe un creciente flujo de visitantes y residentes de Estados Unidos. Las ciudades norteamericanas hacen frente a un déficit crónico de vivienda. A nuestros vecinos les hacen falta unos seis millones de casas, que no pueden construirse allá a un costo asequible. Con la pandemia y el auge del trabajo desde casa, México ha comenzado a convertirse en una válvula de escape para ese déficit. En 2022, casi 30 mil norteamericanos tramitaron su residencia temporal o permanente en México, un aumento de 65 por ciento, en relación con 2019 (a este número modesto, por supuesto, habría que sumar varias decenas de miles que se instalan temporalmente en nuestro país sin necesidad de hacer trámites migratorios). Se trata de una tendencia que muy probablemente se acentúe en los próximos años.

La creciente rivalidad entre China y Estados Unidos también ha propiciado que México aumente de forma drástica su importancia dentro de las cadenas productivas que abastecen al mercado norteamericano. A lo anterior hay que agregar el éxodo migrante y el enorme número de muertes por sobredosis de fentanilo (que llega a Estados Unidos primordialmente vía México). En resumen, la seguridad en el país, que tradicionalmente había sido un tema secundario para la opinión pública en Estados Unidos, se perfilará en los próximos meses y años como un asunto de relativa urgencia.

En contraste, es claro que lo que se ha hecho hasta ahora en materia de cooperación para la seguridad entre ambos países ha sido inadecuado e insuficiente. Los recursos destinados a la Iniciativa Mérida, que, de 2007 a 2010, tuvo un presupuesto de mil 600 millones de dólares, y sus sucesores, palidecen frente a los 10 mil millones que recibió el Plan Colombia, sobre todo considerando la diferencia en dimensiones entre Colombia y México, y la intensidad de su relación económica con Estados Unidos. En Estados Unidos hay recursos, capacidad e interés para hacer mucho más.

Las condiciones técnicas y económicas están dadas para avanzar hacia un nuevo marco institucional, algo así como un Tratado de Seguridad para América del Norte, que propicie que México y Estados Unidos colaboren de manera eficaz en la solución de los desafíos para su desarrollo y estabilidad común: la migración, el narcotráfico y el control efectivo del territorio. Hacerlo no necesariamente implicaría ceder soberanía, pero sí superar, de este lado, posturas patrioteras y, al norte del río Bravo, actitudes condescendientes o abiertamente injerencistas, como la del senador Graham. Por último, me parece importante subrayar que, en la recta final del sexenio, hay una figura que claramente podría beneficiarse de materializar un modelo más ambicioso, pero también más equilibrado, de colaboración bilateral en materia de seguridad. Me refiero al canciller Marcelo Ebrard, quien ha buscado encabezar una serie de esfuerzos para defender a México de la oleada de ataques por parte de figuras del Partido Republicano, y quien podría encontrar en ello una fructífera veta de colaboración con la administración Biden.

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