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La tentación autoritaria

De Platón proviene la frase de que la democracia es la menos mala de las distintas formas de gobierno, respecto de las otras dos que son la monarquía y la aristocracia.

La experiencia histórica dio cuenta de cambios que condujeron a la modificación entre ellas, de modo de establecer una situación dinámica para generar mudanzas para pasar de una a otra y, junto con ello, la concepción de las formas buenas de gobierno y su acompañamiento de las formas malas que a cada una corresponden: de la democracia la demagogia, de la monarquía a la tiranía y de la aristocracia a la oligarquía.

Pero si se trata de ir hacia el origen (ser original) debe establecerse que el término democracia que se estableció con Heródoto en la Grecia del siglo V A. C, supuso una definición opuesta a la tiranía, de ahí los atributos que le plantearon; en principio su sentido contrario a la no rendición de cuentas propia de aquélla, también la criba de la decisión común, adversa a la establecida a través de una persona, lo que planteó la contraposición entre las resoluciones de la mayoría y las que adopta uno solo, sea el tirano o el rey.

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De hecho, la democracia surgió en la Atenas de Clístenes como antítesis de la tiranía y tuvo entre sus principales métodos la rendición de cuentas, los cargos por sorteo, la igualdad entre los miembros del demo, la libertad de palabra, las votaciones para definir la voluntad común. Ilustra lo que escribió Eurípides en su comedia “los suplicantes” (verso 400) “¿Quién es el tirano de esta tierra? ¿A quién debo dirigir el mensaje de Creonte, gobernante de la tierra de Clamo? La respuesta que brinda Tseo es contundente “Ante todo has comenzado mal el discurso, extranjero, buscando aquí un tirano: nuestra pólis no está gobernada por un solo hombre, pues es libre. En efecto, aquí gobierna alguien, el pueblo, sucediéndose anualmente por turnos, sin conceder la mayor parte del poder a la riqueza, ya que el pueblo disfruta la igualdad”.

La dicotomía primigenia entre democracia y tiranía o entre democracia y autoritarismo, como después se entendió, plantea un correlato en el que se supone que el debilitamiento de la primera conlleva al posible encausamiento de la segunda. En efecto, son formas de gobierno que se encuentran en el marco de los puntos extremos, pero, por eso mismo, en la proximidad que puede derivarse cuando ocurre el deterioro del régimen democrático.

De hecho, la democracia después de la etapa de Pericles en Atenas cursó hacia eventos tiránicos; la pérdida de legitimidad o el extravío de sus resultados positivos condujeron a la opción opuesta.

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Lo anterior quiere decir que en el tema de la afirmación del régimen democrático no hay terreno neutro; la lección de la historia es que o se plantea y promueve la consolidación democrática, o en caso contrario se encamina su deterioro y a la par de ello la emergencia de métodos demagógicos (el populismo) o el paso al autoritarismo con sus distintas caretas, como son el fascismo, la dictadura, el dominio hegemónico, etc.

Así, la pérdida del paso en cuanto a la profundización democrática supone ese riesgo, el de ir hacia el autoritarismo; a su vez, el autoritarismo tiene su propio disfraz, que emana de la expectativa de resolver las insuficiencias que se atribuyen a la incapacidad de la democracia y a su desencanto; tiende a surgir de un supuesto arreglo a favor de una eficiencia que menosprecia regulaciones y normativas, que plantea una dirección rígida, que reduce costos y elimina la corrupción.

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La discusión y la gestión de la democracia se instala en esa óptica, sin duda así sucede en el caso mexicano; de nuevo está la posibilidad de continuar su marcha ascendente y consensual o de interrumpirla, estropearla y deteriorarla. Todo indica que en esa dinámica se ubica el planteamiento de la reforma electoral que ha presentado el gobierno, a pesar de haber sido rechazada en su intención de modificar la Constitución, pero ahora inscrita en el famoso “Plan B” que plantea vías distintas, pero en el mismo sentido del planteamiento original de las reformas.

El debate no se refiere a la simple posibilidad de plantear modificaciones a la legislación electoral, sino al hecho que éstas correspondan a una visión unilateral, alejada de la discusión plural y de la disposición para construir acuerdos; que se postulan cambios importantes en las inmediaciones del proceso electoral más emblemático como lo son los comicios presidenciales, y que se relocalizan algunas reglas del juego y de la organización del proceso de la democracia electoral de forma intempestiva. La amenaza que plantea tal ecuación es que sea una puerta giratoria hacia la tentación autoritaria, tal y como ha estado en el sino histórico de la democracia.

Así, la polémica sobre la reforma electoral no es sólo sobre aspectos técnicos que la identifican; más allá de eso lo es sobre el dilema de fortalecer el régimen democrático o de aceptar su deterioro y, por ende, admitir el sesgo autoritario que se esconde detrás de esa puerta giratoria.

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