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Llegó la hora de ponerse serios con la reforma tributaria en Chile

Gabriel Boric, rodeado de algunos de sus ministros, el viernes pasado en Santiago de Chile.
Gabriel Boric, rodeado de algunos de sus ministros, el viernes pasado en Santiago de Chile.Cristobal Olivares (Bloomberg)

Gabriel Boric se encontró con la presidencia de sopetón. No la perseguía ni le interesaba. Lo suyo era la disrupción. Ser un francotirador fino y de lengua afilada, un polemista temido que con cada una de sus embestidas hacía temblar a sus adversarios. Pero, de pronto, y casi sin darse cuenta, se transformó en el primer mandatario de Chile, un puesto para el que, según sus propias palabras, no estaba preparado. Su proceso de aprendizaje ha sido duro. Hace unos días, uno de sus proyectos legislativos más importante ―una gran reforma tributaria que habría de proveer los fondos para financiar sus programas sociales― fue rechazado por tan solo un voto en la Cámara de Diputados y Diputadas.

Al enterarse del resultado, el ministro de Hacienda, Mario Marcel, montó en cólera y acusó a la derecha de boicotear al Gobierno, de alentar un contubernio para mantener los privilegios de los ricos y poderosos.

El ministro Marcel está equivocado. El descalabro no fue consecuencia de la derecha. Todo el mundo sabía que votarían en contra y que ese voto sería puramente testimonial. Después de todo, el Gobierno tenía, en el papel, apoyos más que suficientes para aprobar el plan tributario en la Cámara, y moverlo al Senado.

Pero nada resultó como el presidente Boric había previsto. Algunos de sus propios congresistas se ausentaron del hemiciclo, y de ahí el voto faltante. Su ausencia fue una mezcla de desidia e indisciplina, de falta de interés y de una rebeldía del más puro corte adolescente.

Muchos analistas han dicho que el infortunio refleja la ineptitud de la Administración liderada por el Frente Amplio. Se afirma que ni siquiera saben contar votos, y que se exponen, repetidamente, a situaciones límites, a fracasos estrepitosos, a las burlas socarronas de las derechas y de los políticos experimentados de la izquierda socialdemócrata.

Si bien hay algo de verdad en esas aseveraciones, el problema va más allá que la Administración Boric y del Frente Amplio. El problema de fondo es que el sistema político chileno fomenta la fragmentación, la existencia de múltiples partidos, la indisciplina y la irresponsabilidad. En la cámara baja hay 21 partidos políticos y 155 miembros. Once de estas agrupaciones forman parte de la coalición de Gobierno, algunas con tan solo uno o dos representantes. Es una coalición fragmentada, un caleidoscopio díscolo en el que muchos de sus miembros practican la política identitaria sin ningún sentido estratégico ni comprensión de lo que está en juego, dentro del gran esquema de las cosas.

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Si el presidente Boric quiere avanzar en su programa, es menester que ejerza mayor disciplina entre sus partidarios. Su vida sería mucho más fácil si, en vez de lidiar con 11 partidos, tuviera que coordinarse con tres o cuatro. Sin una consolidación partidista, lograda a través de fusiones de tiendas afines, el destino de la Administración será ir de tumbo en tumbo, de fracaso en fracaso. Si no logra una mínima lealtad partidaria, pasará a la historia como una gran oportunidad perdida o como una nota de pie de página. Ninguna de las dos opciones es muy halagüeña.

Uno de los grandes desafíos del nuevo proceso constitucional chileno ―proceso que está comenzando en su segundo intento― es definir un sistema político que, manteniendo las tradiciones y la cultura nacional, se traduzca en una reducción del número de partidos. Una solución obvia es implementar un sistema similar al alemán. Electoralmente, Alemania está dividida en 299 distritos. Cada distrito elige a un solo representante en el Bundestag. Una consecuencia de esta regla uninominal es que los parlamentarios elegidos tienden a reflejar el sentido común de sus distritos. No se eligen representantes de los extremos. Sin embargo ―y esto es clave― los ciudadanos alemanes reciben una segunda papeleta que les permite votar por listas cerradas de partidos políticos. Un aspecto esencial de este modelo es que solo aquellos partidos con más de 5% de los votos a nivel nacional pueden acceder al Bundestag. Los partidos más pequeños quedan, simplemente, fuera.

Si en Chile se aplicara la “regla del 5% mínimo”, siete de los 11 partidos oficialistas desaparecerían o se verían obligados a fusionarse para armar tiendas con mayor peso específico. La eliminación de los mini partidos (o partidos de baratija) sería, sin duda, un avance que le daría a Chile mayor gobernabilidad.

Pero una reforma de ese tipo es una solución de largo plazo. El desafío inmediato del presidente Boric es lograr un aumento de recursos permanentes que permitan poner en marcha sus promesas electorales. Esto requiere que se involucre directamente en una negociación al más alto nivel con los líderes de la derecha. Esta negociación debe ser amplia e ir mucho más allá del tema tributario. Se requiere un gran acuerdo nacional que cubra varios temas que preocupan a la ciudadanía. Entre ellos, controlar con fuerza la inmigración irregular y mejorar la seguridad ciudadana ―en Chile ha habido un fuerte aumento de la criminalidad en los últimos años. Esta negociación también debe asegurar el futuro del segmento privado del sistema de salud (las llamadas isapres) y lanzar una reforma profunda al sistema de educación.

Después del chasco de la reforma tributaria, llegó el momento de ponerse serios. Y eso significa buscar una política de acuerdos transversales. Es verdad que es una estrategia que los frenteamplistas detestan, pero si no la practican su Gobierno morirá lentamente.

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