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Internacional

La suma de todos los miedos en el clásico del fútbol chileno

Los aficionados de Colo Colo durante el clásico contra Universidad de Chile, este domingo en el estadio Monumental de Santiago.
Los aficionados de Colo Colo durante el clásico contra Universidad de Chile, este domingo en el estadio Monumental de Santiago.Javier Martín (EFE)

La Universidad de Chile prefirió hacer la ecuación más fácil: salir ilesa del Estadio Monumental de Colo Colo, donde no ha podido ganar en los últimos 22 años. Evitó así una nueva humillación, a costa de convertir ese pleito que pomposamente llamamos el superclásico en un festival de puntetes al aire que ameritaba más un controlador aéreo que un árbitro.

En ese escenario, Colo Colo sumó otro temor, ya no fuera cosa que, en un descuido, un error o simplemente un soplo de mala fortuna, se le escapara el registro estadístico que convierte este duelo en el más disparejo de todo el mundo futbolístico civilizado. Por lo tanto, asistimos al más deslavado, anodino, desabrido y prescindible duelo, que, sin embargo, nos encargamos de valorar y etiquetar como el principal de nuestros espectáculos.

El próximo año, en la inminencia de acercarnos al cuarto de siglo de hegemonía de Colo Colo, el equipo albo, repetiremos incansablemente el mismo ejercicio de sobrevalorar esto, que mal que mal, se supone una fiesta. Para aumentar el aire depresivo que dejó la contienda, la planificación técnica opacó a los principales jóvenes disponibles en ambos planteles. Mientras Darío Osorio –valorado en más de seis millones de dólares por Azul Azul, de la Universidad de Chile– lució una vez más su intrascendencia, en el lado de Colo Colo, Jordy Thompson ingresó sólo en los minutos finales en reemplazo de compañeros que ni siquiera tuvieron ánimo de jugar.

Digamos a favor que se jugó en un horario decente –por la tarde y no a mediodía, como estábamos ya acostumbrados– y con aforo máximo, lo que supone un desafío importante para la autoridad policial y política, que suele ahorrarse problemas reduciendo al mínimo las asistencias.

Pero como viene sucediendo en el último tiempo, el balance futbolístico en el fútbol chileno carece de valor real cuando aparecen los fantasmas de la violencia irracional provocada por dos barras que, desprovistas de control por parte de las sociedades anónimas controladoras, repiten lo que vienen haciendo por décadas: sembrar el terror y poner en jaque la capacidad de la industria para generar una experiencia grata en el estadio.

Los buses que trasportaron a los jugadores y dirigentes de la U fueron apedreados; la barra local de Colo Colo arrojó fuegos artificiales como proyectiles a sus adversarios, que respondieron prendiendo fuego al sector donde se encontraban; arrojaron un cortaplumas a la cancha, que un jugador se apresuró a mostrarle al árbitro, pese a que hace unos días había escondido un proyectil en la media para que el informe no perjudicara a sus propios violentistas. Podría haber un largo listado de hechos repudiables, incluidos asaltos en las cercanías del metro o vandalismo de los fanáticos de la Universidad de Chile en el sector asignado, pero la reiteración termina por cansar.

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Es, en el balance habitual, lo que queda fuera y termina por normalizarse en los medios y, lo que es peor, en los propios equipos, que les dispensan tratamiento especial y prebendas que se niegan al resto de los espectadores.

A diferencia de lo que sucede en casi todas las latitudes, el enfrentamiento de los dos equipos más populares suele culminar con más desazón que entusiasmo, lo que se condice con el momento actual de la actividad. Sentado en la tribuna, como un observador interesado pues su hijo defiende los colores de Colo Colo, se encontraba el flamante Ministro de Deportes, Jaime Pizarro, uno de los campeones de la Copa Libertadores en 1991, cuando el fútbol chileno era capaz de competir internacionalmente. Pizarro, alguna vez ungido como el mejor volante defensivo del planeta, ya se codeó con el poder en el Gobierno de Michelle Bachelet, cuando el Estado asumió la construcción de estadios que la nueva dirigencia era incapaz de emprender, pese a las promesas.

Sabrá, por ende, que se requieren de reformas profundas a la estructura de la federación de las mismas sociedades anónimas, pero todo el mundo mira con pesimismo y distancia lo que será su gestión, porque es un hombre del sistema y que, tal cual pasa con las promesas que se desvanecen en el ejercicio del actual Gobierno, jamás encarará la transformación profunda que se requiere y que se hace tan especialmente obvia cuando asistimos a un pleito que estará lejos de hacer historia, jugado en medio de tanta violencia y que deja ese repetido sabor amargo a quienes clamamos por un poco de jerarquía en medio de tanta desgracia futbolera.

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