Como cualquier otro precio, el del dinero (que es la tasa de interés) se determina por oferta y demanda. Desde el 2008 ocurre un sustancial aumento en aquella, motivado por los grandes bancos centrales del planeta en respuesta a los riesgos que genera la crisis financiera global. Fue equivalente a una dosis urgente de morfina para mitigar el impacto de un choque adverso mayúsculo. La pandemia requirió una nueva dosis.
Dicho tratamiento fue facilitado por la ausencia de inflación. La de Estados Unidos promedia 1.6% a tasa anual entre 2009 y 2019. Creo que difícilmente veremos esos niveles en el futuro cercano. Se explican en gran medida por el surgimiento de China como la fábrica del mundo (la inflación de bienes de consumo duradero en Estados Unidos, que refleja mejor ese efecto, promedia -0.5% durante 2009-2019). Post-COVID, es difícil esperar un derrotero semejante para el gigante asiático, pues enfrenta retos mayúsculos. ¿El más importante? Superar la llamada “trampa de la clase media” – mantener ritmos de crecimiento elevados cuando el país entra a dicha categoría en términos de ingreso per cápita. Pero esa es otra historia.
Más que un pico, parece entonces que nos estamos acercando a una meseta, con pendiente modesta. Insisto en que no es necesariamente una mala noticia.
Las tribulaciones de las economías occidentales tienen que ver en gran medida con un problema de productividad. Si ésta es baja, la rentabilidad es mínima y, por ende, no hay incentivos a invertir. Sin embargo, como la tasa libre de riesgo se ha mantenido cercana a cero, aun los proyectos menos redituables – o que no hacen sentido – pueden obtener recursos. La depuración necesaria para recuperar la productividad y canalizar los recursos a capital productivo no se materializa. Mucha morfina obstaculiza el diagnóstico.