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Palabras de poder

Comentaba al aire con Pascal Beltrán del Río que la palabra “gobernabilidad” fue inventada hace 50 años, en idioma español y por un politólogo uruguayo.

El perfeccionamiento de la humanidad ha sido una obra ecuménica. España aportó el Descubrimiento; Italia, el Renacimiento; Francia, la Revolución; Estados Unidos, la República; México, la Reforma; Inglaterra, la Constitución. Primero se inventó el concepto, después la obra y, por último, el nombre.

Pero muchos pueblos, muchos sexenios y muchos gobernantes tan sólo han inventado el nombre y sin obra alguna. Eso es tan absurdo como el bautizo sin niño, como la boda sin novios o como el velorio sin muerto. Sin embargo, algunos se ufanan como los únicos precursores, los únicos creadores y los únicos próceres.

Ello me recuerda una anécdota personal. Cierto día, los organizadores de un importante coloquio político europeo me cursaron una invitación apresurada para cubrir la vacante de un conferencista-estrella latinoamericano que les canceló de última hora. Confieso que no me gusta ser un suplente, pero más me disgusta ser un mal amigo. Así que guardé la vanidad y acudí a servir a mis amigos.

No pregunté en ese momento quién canceló, pero supuse que se trataba de Rodrigo Borja o de César Gaviria, quienes son notables politólogos y han sido presidentes de sus países. Para mi pesar, yo no soy un politólogo ilustre y, para mi mayor pesar, tampoco fui presidente de mi país.

Pero de algo serviría mi presencia porque a muchos europeos, aunque por fortuna no a todos, siempre les produce una seducción exótica escuchar a un disertador latinoamericano. Algunas veces se sorprenden de vernos “tan atrasados” y otras, por el contrario, se asombran de lo que consideran como “nuestra admirable evolución”.

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Eso mantendría algún atractivo, pese a las ausencias estelares. “Vengan a escuchar a un latinoamericano hablando de gobernabilidad”. “No se pierdan a un mexicano que habla de democracia”. Es triste reconocer que, en muchas regiones del planeta, cuando piensan en  América Latina piensan en nuestro café, piensan en nuestro tabaco o piensan en nuestro ron.

Pero casi nunca piensan en nuestro presidencialismo, en nuestro federalismo o en nuestro liberalismo. Que son los mexicanos quienes mejor pueden disertar sobre sistemas electorales porque tenemos la mejor organización y los mejores institutos. Además, que, junto con Estados Unidos, tenemos la mayor estabilidad electoral del planeta, ya con 105 años ininterrumpidos.

Desde luego, tenemos que reconocer que a ello también han contribuido muchos paisanos nuestros, quienes creen que las palabras se oyen mejor y que las ideas tienen mayor sentido en inglés, en alemán, en francés o, por lo menos, en italiano, que como se oyen o se entienden en español. Que los países se gobiernan mejor o peor, dependiendo del idioma de sus discursos.

Eso no es tan sólo el pensamiento del público ignorante. También, aunque en menor medida, el auditorio científico suele olvidarse de los liberales mexicanos del siglo XIX, de los constituyentes mexicanos del siglo XX, de los ideólogos mexicanos de vanguardia y de los constructores de las instituciones mexicanas que, en muchas ocasiones, han alumbrado a los países que más presumen de politizados.

Que muchas generaciones de mexicanos han podido creer en el IMSS, en el Infonavit y en la UNAM. Hagamos que sigan creyendo. Que otros han dejado de creer en la Conasupo, en el Monte de Piedad y en la CNDH. Mal hicimos en no cuidarlos. Debemos proteger a nuestras instituciones, incluso una muy modesta, pero en la que creen muchos mexicanos desamparados como si fuera el último recurso de la casa paterna. Se llama DIF y es una institución muy humilde, pero muy valiosa.

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En fin, por el hecho de que no tenemos tanto dinero ni tantas armas ni tantas fábricas, se olvidan de que muchas de las ideas, muchas de las hazañas y muchas de las virtudes de la humanidad las han tenido que conocer en español.

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