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Internacional

Todo en el aire es pájaro

No conocía la obra de la salmantina Mónica Velasco (1979), en verdad exigua, en cuanto a publicación al menos, para lo que se lleva, tal vez buen indicio de su exigencia, hasta su reciente libro de poemas ‘Tus ojos sostienen el vuelo del pájaro’, que ha aparecido en la ejemplar colección poética de la Diputación de Salamanca, y además cuenta con un ajustado y brillante prólogo (‘Una luz que se expresa en el ascenso’) de la poeta y profesora de la Pontificia Asunción Escribano. Con anterioridad, la autora había dado a imprenta, a medias con Antonio Colinas, ‘Trazos. En torno a Anglada-Camarasa’ (2018), sobre los cuadros-paraíso de este pintor modernista en su etapa mallorquina, supongo, en función de un apartado de la última entrega lírica del poeta leonés, y ‘Llumantia Ilíquida’ (2019).

En el esclarecedor prefacio, Escribano constata que nos encontramos ante una voz original y conseguida, sensitiva y madura, con «pureza en el decir, ritmo cuidado y profundamente musical, sensibilidad en el contemplar del mundo que le rodea, belleza en el fondo y en la forma, y comunión con los aspectos más hermosos, pequeños y palpitantes de la vida». Rasgos que resume de manera precisa: «Una forma sutil de nombrar la avenencia del hombre con el universo, consciente de su participación en él, como así lo hacen las plantas o los pájaros». Como Pasternak, pienso ahora, quien según Ana Ajmátova, en un poema in memoriam, «hablaba con los bosques»; aquí más bien hablan las criaturas, en una personificación continuada.

Más allá de la prosopopeya, presente ya en el primer verso, y del panteísmo, constante, con frecuencia el yo poético se fusiona con la naturaleza hasta alcanzar la identificación plena, «el néctar de las nupcias», lo que Escribano denomina «conciencia de unidad» con todo, a tal punto que se produce una especie de transustanciación, «sinergia», según la propia poeta, o bien la aludida «participación», en la estela de Wislawa Szymborska, que en algunos poemas recuerda el enardecimiento lisérgico del tristemente desaparecido Miguel Ángel Velasco. De ahí que haya titulado la recensión con un heptasílabo de ‘Cima de la delicia’ de Jorge Guillén, pese a que la poesía de Velasco no sea en absoluto cerebral, aunque sí una celebración afirmativa de todo lo creado. Su mirada, que parte a veces de imágenes impresionistas enlazadas, se relaciona, creo, con lo que el mencionado Colinas, maestro confeso, llama pensamiento inspirado, aquel que salva, con ebriedad y reverberación transfiguradora, lo sagrado de la existencia a partir del binomio clásico verdad-belleza.

Por tanto, Velasco confiere a la naturaleza una forma antropomórfica semejante a la que descubrieron los románticos y como ellos se sitúa desde la perspectiva del demiurgo, aderezada en su caso con un toque taumatúrgico que desde su intimidad conmovida nos señala lo oculto, objeto de desciframiento. Así, más que concreta, la naturaleza se entiende como concepto donde la poeta vuelca lo lírico, busca su latido iluminado, de una «pureza desnuda», penetra con delicadeza en la sustancia, en el milagro, de lo mínimo: le sirve, a tal efecto, lo mismo un brote que una semilla, el envés de una hoja que su temblorcillo otoñal, herido de muerte.

Para lograrlo, para levantar la vida «sobre sí», cincela el verso libre a metáfora viva, hasta urdir «el tejido del mundo» como reflejo de la creación entera, su prodigio, que igual está en una avispa que en el tigre de bengala o en cualquier huella en el barro. Su quehacer está ahincado en lo telúrico (y ahí, la tierra como vientre y origen, su visión arraigadamente femenina: «siento la ubre de las hembras») y a la vez se proyecta hacia lo celestial (se dirige a «los ojos de los astros» o el «rumor de las estrellas»). Desde lo contemplativo («soy yo contemplación y vibro») se eleva, la escritura como «el roce del ala en el aire», a las alturas de orden místico, sustanciadas en antítesis o paradojas («el silencio de mi voz», «mis labios emiten códigos indescifrables») y en lo semántico («mejor es no decir y ser del vuelo», «llama que porta el secreto»), hasta reducirse al pájaro solitario sanjuanista en el tejado: «su canto era el mío y era solo».

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Imagen - Tus ojos sostienen el vuelo del pájaro
  • Mónica Velasco
    Editorial: Diputación de Salamanca

Aparte de Colinas, y no podía tener mejores referentes, Velasco se encomienda también a otro paisano, Juan Antonio González Iglesias, del que se parafrasea un verso a la entrada de la tercera parte del libro, sostenida por el amor, como todo en general en la vida: «Hay algo en el amor que no nos pertenece», por lo que se nos muestra lo que sólo el amor sabe, más que lo que ella sabe del amor. Con lo que Escribano acota como «profunda sensualidad» y «erotismo sugerente», se afirma que «abrazamos la luz en otro cuerpo», en armonía («tu dicha en mi respiración») y entrega física total («te derramas/sobre mi pecho abierto para ti»), para consolarnos y resistir la intemperie cotidiana; sin el amor, concluye, el cuerpo «es poco más que polvo. Ceniza distraída».

En conclusión, la poeta salmantina entiende, al modo rilkeano, la poesía como desvelamiento y reunión hacia lo hímnico. En ese camino, sin duda metapoético, con la dificultad y el riesgo que conlleva, la escucha («afino mis oídos»), la espera («agudizo la pupila»), la entrega «en oración», bastan: «No aspiro a nada más, pues ya lo es todo». De la plasmación de este estado poético, resulta una poesía luminosa, iluminada de inmensidad, como remachaba aquel verso portentoso de Giuseppe Ungaretti.

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