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Internacional

Uno es la música que escucha

Uno es la música que escucha en su adolescencia. Quizá porque entonces el cerebro aún es esponjoso y retiene con facilidad lo que le estimula. Aunque aún no lo sepan, los chicos que ahora tienen 15 años, cuando alcancen la demencia senil no recordarán el nombre de sus nietos, pero repetirán incansables un estribillo de Bad Bunny o el terco ritornello del anuncio de “En Canalcar compramos tu coche”. Al morir Pablo Milanés pensé en lo imposible que ha sido en todos estos años olvidar la nota aguda de su voz catedralicia y el modo en que deslizaba los versos de Nicolás Guillén como un mantra. “No me dan pena los burgueses vencidos, y cuando pienso que van a darme pena, aprieto bien los dientes y cierro bien los ojos. Pienso en mis largos días sin zapatos ni rosas, pienso en mis largos días sin sombrero ni nubes, pienso en mis largos días sin camisa ni sueños, pienso en mis largos días con mi piel prohibida, pienso en mis largos días…”

En los largos días de la adolescencia las canciones de Silvio y Pablo eran un cuento formativo. Bien es cierto que entonces, cuando el imperialismo norteamericano sostenía las dictaduras militares en varios continentes, los jóvenes soñábamos también con noches de pasión y bailes agarrados, pero abríamos espacio a una idea remota de justicia social y libertad. Han cambiado esas prioridades, quizá el clima, el respeto animal, la autonomía sexual están en la cumbre de las preocupaciones juveniles, pero han comprado un modelo de justicia basado solo en la represión y el castigo. No les culpo, entre otras muchas cosas ha cambiado el significado de sandinista retorcido bajo el ansia de poder de Daniel Ortega. La palabra libertad la usan para destruir la educación y la sanidad pública y el dinero fácil se ha merendado el ideal de equidad. El epitafio más triste en el día de la muerte de Pablo Milanés en un hospital en Madrid era poner las noticias y ver al presidente de Cuba felicitando a Putin por la guerra en Ucrania. Matar de frío y hambre a una población para supuestamente salvarla es otra forma de disfrazar el despotismo de liberación.

Volver a pisar las calles de Santiago de Chile cuando cayera la dictadura de Pinochet o acompañar a las madres de la plaza de Mayo en Buenos Aires, cuando con Hebe de Bonafini a la cabeza se enfrentaban valientemente a los asesinos de sus hijos y nietos, e incluso a sus propios asesinatos ordenados por la cúpula militar, eran proyectos de futuro. Puede que hoy alguien se burle de ello, pues el presente lo ha desprestigiado casi todo, pero la adolescencia no te la pueden borrar de la cabeza aunque resista en el fangoso desconcierto. Que se lo digan a las jóvenes de Irán, hoy en lucha. Los viejos apocalípticos se empeñan en creer que el mundo se acabará sencillamente porque ellos se acaban. Puede que las ilusiones estén marchitas, pero no es porque el cinismo se ha impuesto, sino porque algunas personas, como sucede en cada patria, se han adueñado de las emociones compartidas para medrar o eternizarse en el poder. Como los obispos pederastas se evaden de la responsabilidad detrás del crucifijo, otros eternos valores son ensuciados por quienes dicen representarlos. Pero las ideas recobran la fuerza cuando se desligan de los caudillos. Por eso, todos los profetas del “este cuento se ha acabado” se equivocan. El cuento, de tanto en tanto, vuelve a empezar.

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