En varias empresas, mientras adoptamos lo que fue conocido como la “nueva manera de trabajo”, tuvimos que lidiar con esos mismos dilemas y, aunque en muchas compañías nunca ha existido un código de vestimenta, mientras nos reencontramos con colegas y conocemos a otros por primera vez en persona, algunos de nosotros nos hemos llegado a preguntar cuál es el conjunto más apropiado para regresar a la oficina.
Creo que mientras encontramos una respuesta para ese dilema, debemos de atenernos a los valores centrales de las empresas para resolverlo.
En el mundo corporativo, una razón por la que existen reglas estrictas sobre el código de vestimenta es para eliminar la individualidad de sus trabajadores. Asegurarse que todos los empleados se vistan parecido, es una manera de homogeneizarlos para que su único propósito sea ser eso, “un trabajador” y no ellos mismos. La individualidad – y por lo tanto la diversidad – lejos de ser incitada, es desanimada.
En muchas empresas amamos ver lo diversos que son nuestros equipos de trabajo y buscamos generar incentivos para que asistan a las oficinas vestidos como ellos estén más cómodos y se sientan más como ellos mismos. Como sabemos, y fue reforzado durante la pandemia, la manera en la que una persona se viste, su color de cabello, la cantidad de anillos que usa o qué tan apretados son sus pantalones, no son indicios de la credibilidad de una persona o el nivel de sus habilidades.
Históricamente, las mujeres hemos sufrido de estos prejuicios por más tiempo: la manera en la que nos vestimos ha sido usada en nuestra contra en la fuerza laboral (pensar en que una mujer tiene menos credibilidad porque su falda es muy corta), para justificar acoso sexual (la pregunta frecuentemente usada: ¿qué usaba cuando fue abusada sexualmente?) o incluso en escuelas (los hombres pueden usar shorts pero como mujer es mejor que no enseñe mucho sus piernas).