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Internacional

La mujer que sueña con que la gente no compre solo claveles, rosas y lirios

Dalias, Clematis, Delphiniums, oxipétalos y unas grandilocuentes rosas de jardín. Sylvia Bustamante Gubbins (Santiago de Chile, 55 años) recita los nombres de las flores de carrera mientras señala a cada una con el dedo. No las toca, solo las acaricia con la mirada. Todas forman parte de un centro de mesa que seis alumnos acaban de crear según las directrices de Ana, una maestra florista que en otra vida trabajaba en la banca. Hoy forma parte del plantel de profesoras que Bustamante ha reunido a su alrededor en un espacio único en el que está rodeada de flores que no vende, sino que usa para enseñar a fabricar centros de mesa, ramos y arreglos florales. Cuando llegó a España, se pasó meses pensando qué iba a hacer. La duda estaba entre una floristería y una escuela de floristería. Ganó la última y así, en 2019 y a pocos meses de la pandemia de la covid, nació Madrid Flower School. “Cuando llegué aquí, no encontré un lugar en el que seguir formándome yo. Así que abrí lo que me gustaría haber encontrado”, resume.

Una de las composiciones hechas por los alumnos de la escuela con rosas, Clematis y Delphinium.
Una de las composiciones hechas por los alumnos de la escuela con rosas, Clematis y Delphinium.Matías Uris

A las flores llegó casi por casualidad. Bustamante recuerda que todas las mujeres de su familia sentían fascinación por ellas. Creció en una casa con padre diplomático y flores en jarrones por todas partes. Una tía suya fue la presidenta del Club de Jardinería de Lima. Su abuela tenía su Biblia forrada en flor y una alfombra de flores colgada de la pared. Pero Bustamante acabó estudiando una carrera en Historia y después haciéndose periodista de viajes en El Mercurio. “Las flores siempre estuvieron ahí, pero yo no tuve dónde estudiar el arte”, confiesa. De pronto llegó Nueva York. Y, en medio de la ciudad con más hormigón del mundo, llegaron las flores.

En 2017, Bustamante se mudó allí con sus cuatro hijos, todos en edad universitaria, a estudiar ella y a que ellos estudiaran. Ella decidió hacer un máster en escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Atrás, en Chile, quedaban casi cinco décadas de su vida en las que le había dado tiempo a casarse muy pronto, a tener hijos muy pronto (a los 25 años ya tenía tres), a superar un divorcio seguido de 10 años se sanación interna y a volver a enamorarse.

Bustamante ayuda a uno de los alumnos del curso de composición floral.
Bustamante ayuda a uno de los alumnos del curso de composición floral. Matías Uris

Fue su segundo marido la piedra en la que se apoyó para hacer las maletas a los 50. “Pasé de tener un marido que quiere que estés bonita y recibas a los invitados a tener un hombre que si le dices ‘quiero ir a estudiar a Nueva York’ te contesta ‘vamos’. Pasé de mujer florero a mujer florista”, dice Bustamante mientras se ríe. Durante la escritura de su tesis, los recuerdos más dolorosos de la época que vivió tras su divorcio volvieron a flotar en su mente como manchas de aceite en una balsa de agua. Bustamante se dio cuenta de que no podía seguir viviendo solo en su cabeza: necesitaba hacer algo con las manos. Primero se apuntó a cerámica, pero con un hermano ceramista todas sus creaciones acababan influenciadas por su estilo. De pronto, un día, buscando qué hacer en Google, vio unas clases de arte floral. “Encontré las flores y me cambiaron la vida, me daban alegría. Descubrí lo que los estado­uni­den­ses tanto buscan y llaman ‘la pasión de tu vida”.

La primera clase de arte floral que recibió fue en el Botanical Garden de Nueva York. Allí le hicieron elaborar una composición triangular, algo muy clásico en el mundo de la floristería. “Cuando hice todo el arreglo floral, recuerdo que no quería poner una flor final, que era una clavelina, porque no me gustaba cómo combinaba su color, y la profesora me obligó a ponerla. Y aun así, llegué a mi casa feliz, como si hubiera descubierto algo increíble. Estaba fascinada”.

Las flores llegan en cajas gigantes cada día desde Holanda.
Las flores llegan en cajas gigantes cada día desde Holanda. Matías Uris

Después de dos años formándose con los mejores floristas, Bustamante y su marido se mudaron a España. Era 2019 cuando la idea de la escuela de floristería ya había cobrado forma por completo. Por delante quedaba una de las peores pruebas de fuego a la que han tenido que enfrentarse los negocios: el confinamiento por la covid. “Si me hubieran dicho que venía la pandemia, no habría abierto”, asegura desde la planta baja de su escuela. Aquí, el frío mantiene las flores con vida. De pronto, se acerca a un cubo lleno de minigladiolos de un rosa pálido y exclama con alegría: “¡Ay, pero qué lindos! Ya se han abierto todos”. Para ella, la manida frase “más feo que un cardo borriquero” carece de toda verdad. “Todas las flores son lindas, no hay ninguna fea, y la que tú no veas bonita es porque no le has encontrado lugar para que se luzca”, sentencia.

Hace ocho años, cuando Bustamante era periodista de viajes, hizo un reportaje sobre varios hoteles de cinco estrellas españoles. “Me encontré de todo: flores de plástico, floreros con agua podrida y otros que las tenían muy bien”, confiesa. En su opinión, en España se arriesga poco con las flores: “La gente sigue siendo muy sota, caballo y rey. Compran el clavel, la rosa y los lirios”. Y, aunque empiezan a soplar nuevos aires en la industria, el arte floral, tan frágil y efímero, es considerado un lujo incluso por aquellos que comercializan lujo. “Me acuerdo de un director de hotel finísimo, pero finísimo. Estábamos comiendo en la antigua bodega de un convento, alrededor había unas viñas maravillosas, y yo le dije: ‘Pero usted no tiene flores en su hotel’. Y me dijo: ‘No, las flores se mueren’. Le respondí: ‘¿Qué le voy a decir? Esa botella de vino fantástico también desaparece cuando te la tomas”. Ahora su reivindicación no es solo enseñar el arte floral, sino hacerlo accesible. “Me encantaría que los supermercados españoles vendieran flores como en Estados Unidos o en Chile. Creo que tener flores a buen precio hará que la gente quiera tenerlas en su casa”.

La florista decidió montar la escuela cuando llegó a España y descubrió que no tenía dónde seguir formándose. En la imagen una de sus colaboradoras
La florista decidió montar la escuela cuando llegó a España y descubrió que no tenía dónde seguir formándose. En la imagen una de sus colaboradorasMatías Uris

Durante la clase del arreglo floral del día, Bustamante se acerca a todos y cada uno de sus alumnos. Les da consejos, les llama la atención si los tallos no están sumergidos en agua (“¡hace demasiado calor, las flores se mueren!”) y les felicita cuando se lo merecen. “Me hubiera fascinado conocer el mundo de las flores antes”, reconoce. “Todas las cosas vienen por algo y en su momento, pero lo que yo estoy tratando aquí es que a otros no les pase lo que a mí. Que descubran todo esto de jóvenes porque hay toda una carrera, y esto es arte, pero de esto también tienen que vivir, tienen que poder alimentar una familia”.

Igualmente da consejos para todos aquellos que tienen un ramo en casa: primero, cortar en diagonal los tallos; segundo, tener el agua de los floreros limpia; tercero, cambiar el agua cada tres días. Y la cuarta y más importante: observar las flores, sus curvas, sus matices, porque ninguna es igual a otra. “La gente no se da cuenta de lo que hay a su alrededor. No se detiene a mirar. En el fondo, comemos plantas, hacemos medicinas con plantas, estamos tan agobiados de cosas y rodeados de cosas que no nos hemos detenido a mirar la naturaleza”, cuenta Bustamante.

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