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Cultura

Diccionario de náufragos

Isla Robinson Crusoe. 33º 39′ S, 78º 50′ O

Lo demostró un médico francés llamado Alain Bombard en 1952 gracias a un experimento que recibió su mismo nombre. Bombard trabajaba como médico en la región de Boulogne-sur-Mer, al norte de Francia. En aquel tiempo, el número de fallecidos por errores de navegación oscilaba en torno a unas doscientas mil personas al año, de manera que se dedicó a investigar cómo mejorar sus probabilidades de supervivencia hasta que dio con una lista de instrucciones para sobrevivir al naufragio. Instrucciones que pasaban por un conocimiento exhaustivo de los vientos, las corrientes y el clima, también por la capacidad de alimentarse valiéndose de los recursos del mar y evitar hacer uso de las reservas propias de comida y bebida. Pero la teoría es fácil. Lo milagroso de este caso es que Bombard logró ponerlas en práctica exponiéndose él mismo a un naufragio voluntario.

Su aventura fue bautizada como “experimento de Bombard” y, ante la incredulidad general, se lanzó a cruzar el Atlántico desde las islas Canarias en una zodiac de cuatro metros y medio de eslora, con un sextante, un reloj y una lona para cubrirse como único equipaje. A su modesta embarcación la llamó L’Heretique, el hereje. Alcanzó Bridgetown, la capital de Barbados, después de sesenta y cinco días de viaje, completamente exhausto y con veinticinco kilos de peso menos. Sufría una grave anemia, era casi incapaz de andar y padecía un trastorno grave de la visión. Pero lo logró, y gracias él y a su experimento, miles de vidas se han salvado desde entonces.

De manera que es cierto: se puede sobrevivir a un naufragio, pero hace falta una lista de instrucciones e intuyo que, especialmente, hace falta haber tomado la decisión de convertirse (y saberse) náufrago.

Si Bombard fue el náufrago voluntario, el náufrago por excelencia, aunque sea ficticio, no es otro que Robinson Crusoe. Yendo a la verdadera historia, la que inspiró a Daniel Defoe, Robinson no era Robinson, y hablando con propiedad ni siquiera fue víctima de un naufragio. Uno de los dos personajes en los que se basó Daniel Defoe para crear esta historia fue un marino y corsario escocés llamado Alexander Selkirk, que, en 1704, exigió a la tripulación de la que formaba parte, la del Cinque Ports, que lo dejaran en el archipiélago chileno de Juan Fernández, en una isla deshabitada llamada Más a Tierra, en el Pacífico, a más de 670 kilómetros de las costas de América del Sur. Prefirió quedarse solo antes que seguir la travesía en una embarcación que no estaba en buen estado. Pensó, imagino, que pronto aparecería otro barco a bordo del que seguir el viaje, pero no fue así. Selkirk sobrevivió solo, en estado semisalvaje, durante cuatro años y cuatro meses. Finalmente, en 1709, fue rescatado por un navío que llegó hasta el archipiélago para aprovisionarse, y se encontraron a un hombre desaliñado, vestido con pieles de cabra y con dificultades para comunicarse. A su regreso a la civilización, el testimonio de Alexander Selkirk pronto se extendió por toda Gran Bretaña. Se convirtió en una celebridad. Fue entonces cuando la historia llegó a oídos de Daniel Defoe, que decidió basarse en ella parcialmente para escribir su novela. Y digo parcialmente, porque cambió algunos detalles y no insignificantes: situó sus hazañas en una isla del Atlántico, isla desierta en la desembocadura del Orinoco, cerca de las costas de Trinidad y Venezuela, y el Robinson ficticio pasó la nada desdeñable cifra de veintiocho años en la isla.

Lo que terminó sucediendo fue que el mito de Robinson Crusoe devoró progresivamente a Alexander Selkirk hasta el punto de que, en 1966, la isla en la que el escocés malvivió durante cuatro años y medio, Más a Tierra, no lleva su nombre sino la del personaje creado por Defoe. En la actualidad, la Isla Robinson Crusoe forma parte del Archipiélago chileno Juan Fernández, junto a otras dos islas llamadas Santa Clara y Alejandro Selkirk (antigua Más a Fuera). De manera que, al final, le otorgaron al pobre Selkirk un premio de consolación en forma de isla, una isla en la que jamás puso un pie.

En la isla Robinson Crusoe, un 64% de flora es endémica. Y en ella, cómo no, abundan los homenajes a este náufrago de ficción y los helechos, por ejemplo, que son de enorme tamaño, son conocidos como paraguas de Robinson. Quizás, en la vecina isla de Alejandro Selkirk ocurra lo mismo, pero después de realizar la búsqueda en Google de “paraguas de Selkirk” llegué a lo que me temía: que no hay ningún resultado.

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Como decía al principio de estas líneas, se puede sobrevivir a un naufragio, pero ni Alain Bombard ni Daniel Defoe mencionan que la principal causa de muerte en un naufragio es la angustia, el estrés. Tampoco hacen referencia a otro detalle importante: que los verdaderos naufragios ocurren fuera del agua, pero para ellos me temo que no hay instrucciones que valgan.

Y además, tampoco sé ahora si el verbo adecuado es sobrevivir. Esa es solo una opción. No la preferida por los romanos que, según nos cuenta la latinista Florence Dupont en La invención de la literatura, consideraban que el verdadero valor en un naufragio residía en dejarse hundir lo más deprisa posible.

Tampoco la preferida por los poetas.

Me explico: cuando dudo, cosa que sucede con regularidad, consulto el oráculo de los poetas. Y las instrucciones de la poesía nunca son propiamente instrucciones, sino destellos, matices, lúcidos recordatorios que proceden de tiempos inmemoriales, como, por ejemplo, de los nunca escritos códices de Argónida, en los que se basa el poeta José Manuel Caballero Bonald para afirmar:

«Todos aquellos que han sobrevivido

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a tres naufragios, tienen asegurada

la inmortalidad»

O estos versos de Adrienne Rich dentro de un libro llamado Sumergirse en el naufragio:

«Por lo que vine:

el naufragio y no la historia del naufragio

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la cosa en sí y no el mito

el rostro ahogado mirando siempre fijamente

hacia el sol…»

Adrienne Rich se desmarca de la teoría de Bombard porque no habla de supervivencia, o no directamente, sino de reconocimiento, de mirar al naufragio de frente, y lo hace desde el mismo título utilizando el término sumergirse. Al final, quizás haya dado con el verbo adecuado gracias a Rich, que entendió la abismal diferencia que existe entre hundirse, sumergirse y sobrevivir. La vida pasa por atravesar, aunque no más dos veces, determinados naufragios, también fuera del agua. Especialmente fuera del agua.

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