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Opinión

Los enemigos de la libertad

La operación militar que el pasado martes terminó con la vida del líder de Al Qaida, sucesor de Osama bin Laden al frente de la red islamista, pone de manifiesto la continuidad en el tiempo de las líneas maestras que determinan la defensa de las grandes democracias, por encima de los ciclos que marcan las sucesivas legislaturas y los cambios, a veces radicales, derivados de la alternancia en el poder. Incluso en un país tan polarizado como Estados Unidos, también víctima de las tensiones que desde hace años genera el populismo en los sistemas liberales, la guerra declarada contra el terrorismo ha permanecido activa desde que a comienzos de siglo George W. Bush respondiera a los atentados del 11-S con una operación militar en Irak y Afganistán.

El tiempo demostró que aquel despliegue –insostenible para EE.UU. y improductivo en unos países ajenos a las estructuras y mecanismos democráticos– fue fallido. Sin embargo, los ataques quirúrgicos contra Al Qaida, de nuevo afincada en Afganistán, al amparo de los talibanes, no han cesado. Si Barack Obama se cobró la pieza mayor de la organización terrorista al abatir a Bin Laden en su refugio de Pakistán, sin miedo a provocar un conflicto diplomático con una potencia nuclear, Donald Trump aprobó en 2019 el ataque que terminó con Abu Bakr al Bagdadi, escondido en Siria. Ahora es Joe Biden quien celebra la muerte de Ayman Al Zawahiri. No hay tregua posible en una guerra contra el terror en la que no caben matices ideológicos y que surge de la idea superior y atemporal de la defensa de las libertades de una nación atacada por un enemigo que persiste en su empeño de debilitarla y derribarla.

Por logística, efectos y consecuencias, dentro y fuera de Estados Unidos, los atentados del 11-S no son comparable a ningún otro ataque dirigido contra el mundo libre. Es la respuesta –firme y constante– de la Casa Blanca a esa agresión la que, por su permanencia en el tiempo y la superación de cualquier barrera ideológica, da la medida de lo que un país está obligado a hacer en defensa de su integridad y de la libertad que lo hace fuerte. La memoria democrática de Estados Unidos no pasa por alto lo que representó el 11-S. No hay concesiones ni atajos que valgan ante Al Qaida, y no por una reacción visceral de venganza, sino por la reflexión serena y patriótica que ha llevado a sus gobernantes, de uno u otro signo, a identificar y perseguir a quienes no tienen otro objetivo que demoler su democracia. Los sucesores de Ayman Al Zawahiri al frente de Al Qaida correrán su misma suerte.

España también sufrió el zarpazo del odio islamista, materializado en la masacre de Atocha de marzo de 2004 y combatido desde los frentes judicial y policial. Antes y después, sin embargo, las libertades de nuestra nación han sido amenazadas por quienes practican la extorsión, cultivan la división y socavan los pilares de la democracia. Nunca fueron enemigos de una determinada fuerza política, sino del propio Estado y de la nación que integra a quienes disfrutan de sus libertades. Ignorarlo por razones partidistas, a costa del interés general y en contra del instinto de supervivencia, es lo que nos hace débiles frente a países que, como Estados Unidos, saben quién es el enemigo, así que pasen veinte años y cuatro presidentes. Por encima de ellos siempre está la nación.

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