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Editorial: «Una renuncia inevitable»

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La salida de la dirigente valenciana de Compromís Mónica Oltra de la vicepresidencia de la Generalitat se había convertido en una exigencia de higiene democrática. Y no tanto por su imputación por el Tribunal Superior de Justicia valenciano, acusada de graves delitos vinculados a la trama que presuntamente creó para ocultar los abusos sexuales del que fuera su marido a una menor, sino porque ella se significó de manera agresiva contra dirigentes del PP exigiendo dimisiones por el hecho de ser objeto de una imputación judicial.

Ella se lo espetó con claridad a Francisco Camps en su momento: «Si yo algún día estuviera en su situación, imputada, dimitiría y me marcharía a casa». Daba igual que Camps fuese inocente porque al PP no le concedió nunca ni el beneficio de la duda ni el derecho a la presunción de inocencia.

Ahora Oltra se marcha por fin, después del escándalo que supuso la desprotección de una menor en un asunto tan turbio. Sin embargo, a decir verdad, no ha sido por su voluntad.

Oltra no ha hecho ningún ejercicio de dignidad política y personal, porque ya expuso días atrás que su objetivo era permanecer en el cargo «para defender la democracia» de la ultraderecha. En realidad, se marcha de la Generalitat forzada por su propio partido, y cinco minutos antes de que el socialista Ximo Puig la destituyese. La situación, desde luego, era insostenible, y aunque sea tarde y mal, lo que se ha presentado públicamente como una dimisión es un acierto.

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El desenfoque de la cuestión en que había incurrido Oltra era evidente. No exigía inmunidad judicial, porque jamás podría tenerla, sino impunidad política. Oltra siempre ha aplicado la ley del embudo y una doble vara de medir en beneficio propio. La regeneración política que Compromís proponía era idílica hasta que ha sido ella la acusada de cometer delitos. Y su respuesta, al intuir hace dos meses que podría ser imputada dado el cariz de la investigación judicial por sus manejos en la Generalitat para proteger su carrera política, fue la de modificar a capricho el código ético de su partido para aferrarse al cargo.

No debió irse por la imputación, que de por sí parece grave en este caso, sino por incoherente, por haber modificado sus propios criterios de exigencia de ejemplaridad. A ella nadie le ha acosado, nadie le ha ridiculizado con camisetas reivindicativas y nadie le ha insultado en la tribuna de la Cortes valencianas. Y todo eso fue exactamente lo que ella sí hizo para criminalizar a otros políticos sin medir las consecuencias.

La sobreactuada fiesta con que el sábado pasado Compromís quiso arropar a Oltra fue un esperpento. «Si tocan a una, nos tocan a todos», llegó a decir Joan Baldoví como amenaza a Ximo Puig para que no la destituyera. Ahora, el riesgo de ruptura de la coalición de gobierno es evidente, y Puig tendrá que asumir las consecuencias de las decisiones que adopte Compromís. Pero lo cierto es que de momento solo se ha ido Oltra. La han «tocado» sus mismos compañeros con tal de proteger sus cargos y sueldos públicos.

Es mucha la estructura de Compromís en la Generalitat valenciana, y las arengas y chantajes de una fiesta de sábado se convierten un martes en un ejercicio de supervivencia en el poder. También ha quedado en entredicho el feminismo combativo que dice encarnar Oltra. Nadie de Compromís -ni del Ministerio de Igualdad, por cierto- ha salido públicamente a defender a la mujer agredida sexualmente. Es sin duda, otro problema añadido para la credibilidad de Yolanda Díaz y su «proceso de escucha» para fundar el partido «Sumar». No ha nacido aún, y en su cartel ya hay dos imputadas, Oltra y Ada Colau.

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