En una economía los precios dan cuenta de una serie de situaciones, permitiendo a los productores conocer qué productos son más valorados por los consumidores, constituyendo así un incentivo para la producción e innovación. Asimismo, las variaciones en los precios dan cuenta de qué productos son más escasos, en cuyo caso el alza de los precios permite disminuir, por regla general, la demanda de los mismos, controlando así las situaciones de escasez.
El control de precios por parte del Estado puede darse de dos formas: estableciendo un piso o precios base, o bien estableciendo un techo o precio máximo.
Mediante la fijación de precios máximos se produce una serie de efectos económicos, dentro de los que destacan el alza de la demanda, la disminución de la producción y, como consecuencia a largo plazo, la escasez de productos.
Desde la perspectiva del consumidor, frente a precios artificialmente bajos, existe un incentivo evidente al consumo. Esta situación es aún más grave si se considera la experiencia que hemos vivido como país en los últimos meses, donde el temor por el desabastecimiento ha llevado a los consumidores a acaparar alimentos y otros productos esenciales, mediante la compra desproporcionada de los mismos en los supermercados, almacenes y ferias.
Esto tiene como consecuencia una sobre demanda de alimentos que será sumamente difícil de suplir, de manera que existirán aquellas personas que puedan acceder a estos precios artificialmente bajos, pero otras simplemente no podrán acceder a productos esenciales por falta de stock de los mismos.
Desde el punto de vista de los productores, la fijación de un precio máximo implica automáticamente un desincentivo a la producción, por cuanto el margen de ganancia al que pueden aspirar se ve disminuido. Esto es especialmente grave considerando el sector agropecuario, por cuanto existe una serie de pequeños y medianos productores para quienes dejaría de ser rentable la producción con un precio máximo establecido, acabando por excluirlos del mercado.