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Internacional

¿Dónde han ido a parar el infierno, el purgatorio y el limbo?

Varias personas caminan en la plaza de San Pedro del Vaticano, el 12 de enero pasado.
Varias personas caminan en la plaza de San Pedro del Vaticano, el 12 de enero pasado.RICCARDO ANTIMIANI (EFE)

No sé si los católicos se han dado cuenta de que la Iglesia hace años que no habla de lo que llamaba los novísimos o postrimerías, como el infierno gobernado por los demonios, donde iban los que morían en pecado mortal, lo que inspiró la Divina Comedia de Dante Alighieri con las famosas calderas de fuego hirviendo; el purgatorio, un lugar de espera para quienes habían cometido pecados veniales; el limbo de los niños que morían sin bautizar, un lugar donde ni sufrían ni gozaban, y por fin los jardines del cielo donde todo era gozo. Se trata de una doctrina que, en realidad, nunca fue dogma de fe, pero que la Iglesia usó, sobre todo en la Edad Media, para atemorizar a los fieles y alejarlos del pecado, sobre todo del relacionado con el sexo.

Esos novísimos fueron objeto de los más disparatados detalles como que el purgatorio podía durar entre 36 y 48 horas, mientras le resultaba difícil a la Iglesia explicar el sentido del limbo de los niños muertos sin bautismo, ya que nunca podrían ni sufrir ni gozar.

Poco a poco los últimos Papas, desde el conservador polaco Juan Pablo II al no menos conservador Benedicto XVI, el alemán Ratzinger, fueron vaciando de contenido desde el limbo al infierno, al que creo que el liberal Francisco nunca ha nombrado.

El proceso de ir vaciando de contenido esos novísimos lo inició Juan Pablo II con una historia que pocos conocen. Comenzó por eliminar el limbo del nuevo Catecismo posconciliar. Y es que resulta que a Wojtyla le había nacido una hermana muerta. Sus padres eran ultracatólicos. Su papá era un militar muy rígido. Supimos lo de su hermana porque un día nos contó que había querido recoger en una sola tumba a toda su familia y añadió: “menos a mi hermana que nació muerta”. En aquellos tiempos, entre los católicos, cuando un niño nacía muerto, al estar con el pecado original y sin bautismo, no podía ir al cielo y por ello no se le enterraba sino que se le echaba a la basura.

Quizás por ello, llegado a Papa, Juan Pablo II quiso quitarse la pesadilla de que su hermana nacida muerta pudiera estar en el limbo y lo eliminó. Se comentó entonces irónicamente que Wojtyla, ya Papa, había querido vengarse y eliminó el limbo. Y Juan Pablo II no se paró allí, sino que sorprendió un día al afirmar que el infierno “no era un lugar físico sino un estado de ánimo”. Fue un paso de gigante en la teología que han mantenido hasta hoy sus sucesores.

Cuando a veces se critica que la Iglesia es inmóvil, que nunca se renueva o moderniza, el hecho de haber empezado desmitificando los famosos novísimos que ya no serían lugares físicos, supone en realidad un paso de gigante y vacía al catecismo católico de los miedos que había creado la Iglesia para amedrentar a sus fieles e intentar alejarlos del pecado.

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Dado ese primer paso, no sería difícil que lo que le está aún costando al moderno papa Francisco integrar, por ejemplo, a la mujer en la Iglesia admitiéndola al sacerdocio con todos los derechos. Puede llevarlo a cabo su sucesor, si quienes están esperando su muerte no consiguen elegir otro pontífice amante de la vieja doctrina de las postrimerías.

Lo cierto es que la Iglesia Católica, si bien se ha resistido siempre a modernizarse y a caminar según el ritmo de los tiempos, tendrá que entender el mundo que con los avances de la ciencia y de la tecnología genera ciudadanos y cristianos más libres, a quienes les resulta imposible hoy aceptar los restos de oscurantismo de la Iglesia de la Inquisición y abogan por una fe que responda a los anhelos de renovación del mundo.

Como todos los procesos históricos, también el de la Iglesia milenaria ha ido evolucionando aunque lentamente, pero, como aconteció en el Concilio Vaticano II, adaptándose a la evolución de la Historia. Hay por ejemplo, en los textos aprobados en aquel Concilio que revolucionó a la Iglesia, una afirmación que hace siglos hubiese sido increíble dada la misoginia de las religiones. Es el texto en el que se reconoce que la sexualidad no está enderezada solo a la procreación, sino que es una “nueva forma de diálogo” entre las personas.

La Iglesia siempre ha evolucionado con mayor lentitud que la sociedad civil y, sin embargo, siempre entre bastidores, fue más abierta de lo que aparecía en la superficie y en los documentos oficiales. Recuerdo al respecto que cuando estudiaba Teología en la Universidad Gregoriana de Roma, cuyos profesores eran jesuitas de más de 40 países y que siempre fue considerada a la vanguardia de las nuevas corrientes de renovación, un profesor, con varios doctorados a la espalda, se permitió un día recordarnos un chiste sobre los novísimos que sabía muy bien que no eran ningún dogma de fe.

Nos contó, como para desmitificar el infierno, el cielo y el purgatorio, que a un conocido suyo se le había muerto su mejor amigo que, según él, era un santo. Cuando también él murió, estaba curioso por encontrarlo y se fue al cielo, seguro que su amigo había ido allí directamente. No estaba. Extrañado, se fue a ver si se encontraba en el purgatorio, ya que podría haber cometido algunos pecadillos menores. Y su extrañeza fue que tampoco estaba allí. Que pudiera estar en el infierno era imposible porque era considerado como un santo en vida. Eso sí, era un friolero empedernido y no soportaba una corriente de aire. Llamó, aunque escéptico, a la puerta del infierno sin esperanzas de encontrarlo cuando escuchó una voz que gritaba: “Cierra esa puerta, por favor, que está entrando corriente”. El amigo ya no tuvo dudas, era su amigo friolero que había preferido el fuego del infierno donde estaría calentito. El famoso teólogo sabía muy bien ya entonces que la doctrina del infierno, el purgatorio y el limbo no eran ningún dogma de fe y quiso relativizarlos a sus alumnos.

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No sabía que años después sería un Papa, y conservador, el que revolucionaria la doctrina medieval de los novísimos.

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