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Internacional

La desmemoria que surgió del frío

Saco de la estantería el primer volumen de los ‘Relatos de Kolimá’ y lo coloco sobre la mesa para escribir estas líneas, para recordar. Varlam Shalámov, el autor, compiló en esas páginas una de las narraciones más estremecedoras de la experiencia en el gulag, los campos de trabajos forzados del estalinismo. Lo hojeo, y el azar elige detenerse en el relato de dos presos que abandonan el barracón con sumo sigilo, calzados con sus chanclos de goma, con el propósito de exhumar a otro colega muerto esa misma mañana, un tipo grandullón al que resultó imposible, por sus hechuras, arrastrarlo desde la mina para sepultarlo en condiciones; lo dejaron en el mismo sitio donde se desplomó, en una zanja, cubierta con pedruscos. Los dos furtivos trabajan en silencio. Desnudan al muerto bajo la luna naranja en la noche azul de la taiga. Cuando terminan vuelven a colocar el cadáver en la fosa y la llenan de piedras. Al fin, sonríen: «Mañana venderían la ropa, la cambiarían por pan y, quién sabe, a lo mejor conseguían algo de tabaco…». Unas hebras de ‘majorka’, la picadura atroz que se fumaba en los campos. La memoria del horror.

En este año que acabamos de dejar atrás, justo cuando se conmemora el 30º aniversario del fin de la Unión Soviética, ha sacudido Rusia una noticia grave, de mal presagio: el cierre de Memorial y sus ramificaciones, una oenegé consagrada desde finales de los años 80, desde la ‘glasnost’ (transparencia, en ruso), a abrir archivos, a desenterrar los crímenes del terror soviético y, en los últimos tiempos, a investigar los desmanes contra los derechos humanos, sobre todo durante la guerra de Chechenia. ¿El pretexto? Una burda triquiñuela administrativa, el hecho de que Memorial haya omitido en algunas de sus publicaciones y actos públicos su condición de «agente extranjero» porque recibe financiación extranjera. En las últimas horas el Kremlin también ha incluido en la lista negra de ‘potenciales espías’ a dos miembros del colectivo feminista Pussy Riot y al escritor Víktor Senderóvich, creador de los ‘Kukli’, los guiñoles satírico-políticos de Rusia. El cerco se estrecha hasta la asfixia.

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El presidente Vladímir Putin, que lleva 23 años en el poder, persiste en su empeño de cercenar cualquier conato de disidencia interna y en reescribir la historia para que el país reemerja de sus cenizas, para blanquear el pasado como si el terror y las purgas de los años 30 jamás hubiesen ocurrido, para redibujar a Stalin no como al tirano despiadado, sino únicamente como el líder que logró pisar el cuello de los nazis. Putin aprieta dentro para resurgir fuera, en el espacio postsoviético. De ahí el chantaje con el gas, los movimientos de tropas en la frontera con Ucrania. Hace 30 años Occidente no supo tratar con el oso ruso; lo despreció, lo humilló, se aprovechó de sus debilidades, y ahora la bestia ruge. Una reacción hasta cierto punto comprensible, si no fuera porque quien olvida su historia está condenado a repetirla.

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