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Internacional

Lo que aprendí cuando me mudé a Estados Unidos y dejé de ser percibida como blanca

Miguel Pang

“El racismo se cura viajando”. Esta frase, atribuida a Unamuno (aunque no se sabe a ciencia cierta quién la mencionó) estuvo durante varios años escrita con pintura roja en un muro del madrileño barrio de Lavapiés. Recuerdo pasar junto a ella y sentir cierto desagrado, escapárseme incluso un gesto de desdén. Me parecía —y me parece— una frase motivacional de mochilero que en su camino hacia el Machu Picchu se detiene un momento en un pueblo, se toma un café con un señor del lugar que conoce en el camino, se saca una foto con él. Después la cuelga en las redes: “Aquí, con el amigo Juan, hablando de la vida”. A Juan no lo vuelve a ver, y del Machu Picchu le quedan al viajero dos o tres pinceladas en el alma, nada más, así que quizás mejor se hubiese quedado sentado en un banco en el parque de su barrio, observando a los pájaros.

Hay una violencia en el viaje —”Lugar desconocido, ofréceme experiencias decisivas, transfórmame, sorpréndeme, diviérteme, hazme otro”— que, más que a un proceso de exploración y perfilamiento del carácter, lo asemeja a la exigencia de una señora que va a un spa buscando que la descontracturen. Pero no hace falta arremeter contra el ya bien vapuleado viajero que es turista, turista que se cree viajero (y casi da igual, porque lo mismo es uno que otro, y porque ese viajero lo hemos sido casi todos). Si me apuras, casi cualquier viaje, aunque se haga desde la bondad y la pureza más absolutas, provoca una terrible sed exotizadora, engrandece las diferencias, las fotografía, las exhibe como trofeo. Dice el antropólogo brasileño Gustavo Lins Ribeiro que cuando la antropología trascendió el ocuparse de sociedades lejanas y comenzó a investigar también sociedades cercanas, de las cuales muchas veces el propio investigador era parte, fue necesario un profundo trabajo que le permitiera “exotizar lo familiar”. Según Lins Ribeiro, esto podía lograrse a partir de una actitud de extrañamiento, que se relacionaba con el concepto de conciencia práctica acuñado por Giddens. Lo que se busca en el viaje es precisamente la diferencia, o el asombro ante la diferencia, y esa es la raíz del mal que nos ocupa. Así que lo siento, anónimo dictador de esa sentencia atribuida a Unamuno, pero no. No creo que el racismo se cure viajando.

Hace unos meses me mudé a Estados Unidos. En mis primeras semanas, la universidad que dio la beca exigía a toda persona extranjera un control sanitario. En la sala en la que me sacaron sangre, una empleada apuntaba los datos. “¿Raza, etnia?”. “White” (blanca), dije. Eso he sido toda mi vida. Me miró. Carraspeó. “Pero no eres de aquí”. “No”, le dije, “soy de España”. Insistió en saber de qué parte. Pensé que me hablaría entusiasmada de un viaje a Barselona, de tapas y vino, pero, al escuchar mi respuesta (”Del norte de España y de unas islas junto a África), sentenció: “Entonces eres mestiza”. Iba a rebatírselo, porque no creo que haya sufrido ninguna de las opresiones que pueda haber vivido lo que aquí se considera una persona mestiza. Pero la casilla estaba marcada.

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En los siguientes meses hubo más burocracia, y marqué lo que el funcionario de turno me indicaba cada vez (hispana, mestiza, other, o sea, “otra”). Es decir, que dejé de decidir lo que yo misma era en favor de lo que los otros consideraban que yo era. Y atendiendo a este principio que acaté, según el cual una no es lo que cree o siente que es, sino lo que el exterior considera que es, a mi llegada a Estados Unidos dejé de ser lo que hasta entonces había sido sin mayor discusión: una blanca. En realidad, sin ser del todo consciente, ya había dejado de serlo ante los empleados del control de fronteras. A partir de los años setenta, el Gobierno estadounidense incluyó a todos aquellos ciudadanos provenientes de los países hispanohablantes en el grupo de los hispanos o los latinos. No tendría sentido entrar a debatir ahora mismo sobre el rigor de este cajón de sastre en el que los formularios o los juicios rápidos nos colocan a un montón de personas no estadounidenses que habitamos en Estados Unidos.

En la percepción del día a día, podríamos decir que, en términos de raza y etnicidad, uno no es lo que es, sino lo que se le considera. ¿Pensabas que sabías lo que eras, lector blanco? Pues sólo tienes que cambiar de país: el grado en que una persona se clasifica en una categoría racial puede variar en función del contexto social. Hablando mal y rápido: se es de una raza con respecto a otra. Incluso dentro de lo que podríamos imaginar que se considera una misma raza, la gradación cambia y construye identidad con respecto a los otros, como tan bien muestra Passing (horrendamente traducida en España como Claroscuro), la película de Rebecca Hall basada en el libro homónimo de Nella Larsen, en el que se cuenta la historia de dos mujeres de raza negra, una de las cuales tiene una fisonomía que le permite “pasar” como blanca, y en torno a esa mentira ha construido su vida.

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Marco la casilla que el funcionario me indica cada vez: hispana, mestiza, ‘other’, o sea, “otra”

El caso es que de pronto, sin dejar de sentirme como una impostora, pero sin poder hacer nada con respecto a la mirada ajena que me clasificaba en esa impostura, empecé a existir siendo percibida como no blanca. Y entonces, recibiendo los choques y tropiezos de no ser la ciudadana de primera que es la habitante blanca de Estados Unidos, empecé a apuntar en un cuaderno cada vez que sentía aquello, que, consensuado con diversas personas no blancas habitantes en Estados Unidos, podríamos llamar bajada en el escalafón social. “En México yo era güera [rubia]”, mencionó, lamentándose cómicamente, una compañera de beca. Sí, claro, en privado, entre risas resignadas y ácido humor, se desplegaban las rozaduras que nos provocaba ese nuevo zapato duro que es la identidad recién estrenada, una identidad no tan cómoda como la anterior. La anterior identidad era más blanda, no dolía tanto al caminar; qué bonita es la estúpida ignorancia del dolor del otro, cómo de pronto aparece con todas sus aristas cuando una siente un dolor similar. Como bien dice Azahara Palomeque en su libro Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump, que desgrana y observa con una lupa que quema la experiencia de una española en Estados Unidos, “una aprende a convivir con cierto privilegio blanco y se pregunta qué ocurre con los que no lo ostentan, y duda, y cuestiona en espiral, buscando revelaciones que no llegan”. Porque el pensamiento es recurrente, el paralelismo es constante: Si antes me preguntaba y observaba cómo era, en el diversamente habitado barrio de Madrid en el que vivía, vivir la vida de muchos de mis vecinos, ahora, con la identidad inevitablemente diluida y confundida por el trato del Otro (entiéndase Otro como autóctono gringo blanco), mi pregunta también se iba diluyendo frente a la realidad que se imponía y que me enseñaba. La Realidad: yo tratando con un extraño respeto asustado al Otro, yo amedrentada al ser consciente de haber cometido una incorrección, dándome de bruces con algunos choques culturales ante los que era preferible bajar la cabeza y seguir adelante de forma discreta, temerosa de ser demasiado efusiva o agresiva en mis manifestaciones emocionales (“Tienes todo el cuello contracturado porque las latinas gesticuláis mucho”, le mencionó la quiropráctica del seguro estadounidense a una amiga argentina), sintiéndome acobardada en la peluquería porque me habían teñido el pelo de un color que no era el que había pedido (“Pero tu pelo natural es negro, ¿no?”, mencionó el amable peluquero, mirando sin ver mi aspecto y la foto que le había mostrado como ejemplo, viendo sin mirar una identidad construida con respecto a la suya), no atreviéndome a enfadarme como me habría enfadado en España. No tener una derecho a enfadarse porque no sabe qué reacciones puede provocar su enfado en ese país nuevo. Saber que leerá lo que publiquen sus compañeros norteamericanos escritores, pero que ellos ni siquiera sentirán una curiosidad recíproca. Saberlo porque el programa del seminario incluye más de cuarenta lecturas y sólo dos que no sean de escritores norteamericanos. Y estos son únicamente unos pocos ladrillitos absolutamente ridículos, diminutos, que aportan poco a esa construcción brutal que es el racismo en Estados Unidos en particular y en el mundo en general. Pero son los minúsculos ladrillos que me hacen confirmar en la propia carne que el racismo no es una agresión momentánea, sino un estado gaseoso que acompaña toda la vida, todo momento que se pase en el país en el que se es extraño (y en el caso de mucha gente, ese país es el suyo propio). El racismo como un aura que rodea a la persona que recibe la opresión en cada movimiento de la vida cotidiana, como parte fundamental de la mezcla que configura la identidad. El racismo incluso como antirracismo: ciertos tonos paternalistas, didácticos, la infantilización y exotización involuntaria del que no es blanco, como si sólo siendo estadounidense y blanco se pudiese recibir el tratamiento de adulto. Como muy bien dice Azahara Palomeque en su libro, “racismo y antirracismo contienen ambos la misma palabra”. Palabras excesivamente dulces, miradas paternalistas, alguien que te trata con extremo cuidado, como el que se aproxima a un ser que no sabe cómo desentrañar y prefiere hacer gestos de mansedumbre y conciliación por si le muerde la mano.

El racismo es una herida siempre abierta que hay que ir tratando lo mejor que se pueda. Cada uno porta su llaga pustulenta

Yo no me fui porque nadie ni nada me expulsase, ni porque la situación en mi país fuese insostenible, como muchos otros hacen cada día. Yo me fui porque quise, por pura aventura, y me encontré con esa rozadura leve, pero insistente, como un zapato duro que insiste e insiste hasta que hace llaga, esta existencia de ciudadana de segunda. Así que este texto no es más que dos cosas: Primero, un lamento de niña mimada que no era del todo consciente de serlo y de pronto lo es. Segundo, una oportunidad de esa niña mimada para pensar, para hablar con los demás niños mimados (véase niño mimado como persona que haya podido sufrir diversas opresiones, pero jamás la de la raza). Y, con la misma precisión enloquecedora con la que apuntaba los sucesos en los que había sentido el racismo rozándome, más o menos cerca, más o menos profundamente, empecé a observarme a mí, al antes-de-esto, a releer mis pensamientos del pasado, la forma de hablar. Y, por supuesto, ahí estaba. No era la brutalidad del racismo que normalmente se contempla cuando el sujeto afirma “yo no soy racista”, pero sí había paternalismo, cierta condescendencia en el trato en unas cuantas ocasiones, y, en un texto de hace años, una descripción puntual que era racista sin que yo siquiera lo sospechase. Horror, susto. ¿Soy yo esta persona? Sí. Esa persona somos muchos.

El racismo no se cura viajando. El racismo, si acaso, se convierte en fermento que escuece cuando uno se traslada a vivir a un país en el que haya un pez más grande que uno en términos raciales, un pez que pueda comerse al pez chico en el que de pronto se ha convertido uno mismo. Quizás el racismo propio no será siquiera susceptible de ser observado hasta que el individuo no sienta el cambio de tornas, el racismo cerniéndose sobre él, la impotencia debilitadora de un acento que lo invalida, el choque cultural, el habitante del país que acoge asustado o escandalizado ante un gesto que no comprende, un tono o una reacción que convierten de pronto al individuo en un extraño. Y aun así, el racismo propio y ajeno persistirá. “No existe una actitud neutral frente a cuestiones de raza; es una trampa en la que se suele caer, como en un movimiento pendular, del lado del paternalismo o de la discriminación”, dice Azahara Palomeque, consciente de la condena.

El racismo, de hecho, no se cura. Es una herida siempre abierta que hay que ir tratando lo mejor que se pueda. Cada uno porta su llaga pustulenta. Casi siempre está en la nuca o en un lugar inaccesible de la espalda, y es por eso por lo que nosotros no vemos nuestra propia herida y nos la tienen que señalar. A veces se nos olvida que la tenemos, o lo negamos, pero ahí está. Supura. Debemos saber que existe, entender por qué se infecta de nuevo. Vigilarla. En el momento menos pensado puede volver a abrirse. Nunca va a cicatrizar.

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