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Cultura

Verónica Forqué y los polis buenos

Una vez salí con un suicida. Un tío como un castillo al que un desengaño puso tan contra sus propias cuerdas como para pensar en acabar con su vida, y hacerlo. No lo logró, obviamente. Así, sin dramas ni paños calientes, me lo contó en la primera cita. La cura de las heridas de su cuerpo fue infinitamente más rápida que las de su espíritu, que requirieron una pedregosa travesía de la que salió con una coraza entre aurícula y ventrículo y dos propósitos entre ceja y ceja. No volver a hacer sufrir a los suyos y tratar de evitar que otros hicieran lo mismo. Escribió un libro sobre cómo perdió pie, cómo se extravió en su propio laberinto, cómo se vio al borde del abismo y cómo, ofuscado, decidió arrojarse, no para quitarse de en medio, sino para acabar con su sufrimiento. También cómo, tras el fracaso más exitoso de su vida, fue recuperándose a sí mismo, a su familia, su placa y su arma reglamentaria. Porque el suicida era, es, policía. Autoeditó su obra y, desde entonces, rastrea las redes buscando señales de alarma de desconocidos. Aprovechando su pinta de superhéroe, su mente de detective y su labia de poli bueno, les da palique, se gana su confianza, queda con ellos, les regala su libro dedicado y un boli bonito, y les invita a escribir su propia historia porque, mientras escriben, no se matan, dice. Y lo dice porque si él hubiera escrito antes y no después de intentarlo, no hubiera sido casi hombre muerto.

La maravillosa actriz Verónica Forqué, la alegría de todas las huertas menos de la suya, se suicidó el lunes en su hogar. Qué sabe nadie de su cáliz y de la gota que lo hizo desbordarse. Quizá no tuvo un poli bueno que atendiese a sus señales. O igual tenía a un regimiento. A veces, toda la policía del mundo no basta para evitar el crimen definitivo: el de uno contra sí mismo. Descanse en paz Verónica. No ensuciemos su memoria con otros debates no menos pertinentes. Por cierto, lo mío con el poli duró un suspiro. No todas las historias tienen finales felices.

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