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¿Hay vida fuera de las redes?

Un hombre mira su teléfono durante la caída completa de Facebook y sus redes Instagram y WhatsApp.
Un hombre mira su teléfono durante la caída completa de Facebook y sus redes Instagram y WhatsApp.ALFREDO ESTRELLA (AFP)

Establecer que las redes son un problema vigente que afecta aspectos centrales del mundo contemporáneo puede ser considerado un comentario tecnófobo, sin duda, pero hay que ser muy cándido (o tener un trabajo muy bien remunerado que dependa de los clicks) para negarlo.

Cada día nos topamos, en las propias redes, con sesudos estudios sobre los efectos nocivos que provoca en millones de personas la adicción al enchufe permanente que los conocedores llaman hiperconexión. Pero hay que hacer aclaraciones antes de condenarlo todo. Es imposible pasar por alto los beneficios que internet nos proporciona. Tenemos acceso potencial a una cantidad de información mayor a la que pudieron manejar la totalidad sumada de los humanos que nos precedieron. Basta teclear en cualquier navegador un nombre, palabra o incluso una descripción vaga de lo que se nos ocurra para recibir a cambio millones de resultados.

Las ventajas que esto ofrece en temas como salud, educación, justicia, administración, cultura, esparcimiento, etcétera, están a la vista. Seamos claros con un ejemplo muy actual: sin las posibilidades que ofrece la red, los daños de por sí gigantescos de la desastrosa pandemia en la que estamos sumergidos habrían sido infinitamente mayores. ¿Cuánta gente conservó la salud por tener la posibilidad de trabajar o estudiar desde hogar? ¿Cuánta gente pudo tomar buenas decisiones gracias a los servicios informativos oficiales y particulares? ¿Cuánta gente salvó la vida mediante el uso de aplicaciones especializadas?

A la vez, las redes muestran facetas siniestras. Toda revolución tecnológica de estas dimensiones las tiene. La industrialización formó al mundo moderno, pero arrasó el medio ambiente y condenó a millones a existencias de práctica esclavitud. La explosión de los medios masivos de comunicación y transporte, tan convenientes en muchos sentidos, hizo otro tanto. Ya en 1934, en su poema “Choruses from The Rock”, T.S. Eliot escribió: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?”. Y eso que Eliot, muerto en 1965, llegó a ver hecatombes como la proliferación de armas nucleares, pero ni siquiera intuyó el mundo digitalizado en el que vivimos.

La cantidad de basura que las redes difunden a cada momento es inconmensurable. Y, del mismo modo que la información adecuada nutre y salva vidas, la mentira las sofoca y aplasta. Las redes no son solamente la versión hipertrofiada de la Biblioteca de Hipatia: también son las principales difusoras de odio, mentiras, falsedades y bulos. Son capaces de enseñar cómo funciona el universo, el planeta y cuerpo humano, hasta donde somos capaces de entenderlos, pero también dan materiales de sobra a los que piensan que la Tierra es plana, las vacunas son nocivas y que una calaña de reptiles siderales nos domina bajo los inocentes disfraces de estrellas de la farándula.

Así mismo, las redes repercuten incluso en los espacios de la intimidad. Han reunido familias, amigos y hasta amores a puños, claro, y permiten la comunicación, la charla y el contacto cotidiano y hacen florecer la amistad y la admiración. Pero también dividen, enfrentan, también se apoderan de la atención y la mente y enganchan de un modo más que preocupante a legiones enteras de infortunados. Hay gente cuya vida se limita a interactuar por redes con desconocidos. Y no hablo de un caso o dos. La hiperconexión parece convencernos de que estar fuera de la red equivale a abandonar el mundo. A esconderse. A perderse de todo lo crucial. Porque la gente comparte su vida con los otros gracias a la red, claro, pero también se compara (y se deprime), se tensiona (y se pelea y se distancia). Hay quien se quita la vida por falta de likes o sobra de comentarios hirientes. El día que las redes se “caen”, el planeta entero rebulle como un hormiguero en día de tormenta. Y se desata el sálvese quien pueda. Parece que no sabemos respirar fuera de la hiperconexión.

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Y los beneficios (e intereses) aparejados al mundo digital son tales que aceptamos todo esto como si fuera natural (o fatal) y no hubiera sentido en escaparse. Por eso, puede que no haya una pregunta tan pertinente hoy día como esta: ¿Hay vida fuera de las redes? Me parece que para responder habrá que experimentarlo en cabeza propia.

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