Connect with us

Internacional

Abimael Guzmán: el hombre que no podía ser enterrado

Es el caso extremo y, sin embargo, perfectamente explicable, de un hombre que concentró sobre sí todas las crueldades de una larga guerra. Nunca mostró la menor señal de arrepentimiento o duda. Su último acto, la muerte y el destino de los restos, desató sobre su nombre la abominación más general; hubo acuerdo en que ese hombre no podía tener una tumba. Es difícil imaginar una proscripción más absoluta.

No son pocos los libros que detallan cómo Abimael Guzmán Reinoso (1934-2021) se convirtió en “el genocida”, “la bestia”, “el monstruo”, y otras descripciones con las que fue despedido. Las explicaciones son convincentes, variadas, van desde la historia del individuo hasta las condiciones en las que la pradera ardió. Lo más asombroso, para mí, lector de esos libros, es que Abimael Guzmán fuera, esencialmente, un intelectual, un filósofo, o al menos un profesor de filosofía. Es un rasgo que siempre me ha parecido incongruente y, no obstante, sintomático que ocurra en el Perú. No es que el país tenga altas expectativas en sus intelectuales, tal vez ni siquiera tiene expectativas, es que hay algo siniestro en venir a constatar que el hombre más peligroso que produjo el Perú en los últimos veinte años del siglo XX, fue un intelectual casi en estado puro.

No se trata, por cierto, de que Guzmán produjera alguna idea original, o al menos, alguna idea a secas. Se le considera un escolástico del marxismo, un repetidor poco brioso de una media docena de autores clásicos del comunismo. Al margen de dos soporíferas tesis académicas, no se le conoce un libro, sus citas son extraídas de discursos en congresos políticos clandestinos, de documentos mimeográficos que interesaban más a la policía que a los lectores de filosofía. Estuvo 29 años en una prisión de alta seguridad y no se aplicó, que se conozca, a una obra escrita, sean memorias, testamentos o síntesis de cualquier tipo.

Aclaremos entonces que sus poderes personales no estaban precisamente en una serie de ideas que circulaban muchos años antes de su nacimiento. Mucho menos en los escasos escritos que salían de sus manos. Su verdadera arma era la palabra hablada. Esto fue particularmente efectivo desde 1962 hasta finales de la década de los setenta, en que fue contratado como profesor de filosofía en la universidad San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, una ciudad olvidada de la sierra central del Perú. Durante ese tiempo formó el partido que se llamaría Sendero Luminoso. Y ni siquiera esto puede ser atribuido únicamente a sus dotes personales. A pesar de lo mucho que se ha escrito, todavía no se pondera el papel que jugó su esposa Augusta La Torre en la creación de Sendero Luminoso. Ella era la que hablaba quechua, organizaba a las mujeres, los campesinos o los vendedores ambulantes más allá del caserón polvoriento de la universidad. Era el anverso de Guzmán, su ser activo, el complemento de “el teórico”, que influía sobre todo en sus alumnos. El arqueólogo Luis Lumbreras, que conoció a la pareja, comentó muchos años después que si entonces le hubieran dicho que “uno de los dos iba a liderar una revolución”, él habría creído que sería Augusta. Su muerte, en condiciones misteriosas, durante el congreso de 1988, ha oscurecido su caso.

Más tarde, cuando declaró la guerra a todos los poderes establecidos y se sumergió en una clandestinidad tan cerrada que hacía sospechar acerca de su misma sobrevivencia, ya ni siquiera fue necesaria la palabra, al menos la suya. Mientras él permanecía oculto dentro de hogars alquiladas en barrios mesocráticos de Lima, una pequeña pero activa legión de seguidores se encargaba de propagar algo más efectivo que sus discursos. Guzmán se convirtió en un mito, renació convertido en el Presidente Gonzalo, en la Cuarta Espada del marxismo del mundo.

Son los años en que circuló la imagen más simbólica del líder invisible: un retrato de Guzmán hecho a carboncillo o tinta, con los pesados anteojos de intelectual, pero con camisa y el saco abierto, en actitud resuelta, como en la iconografía maoísta de la Revolución Cultural, solo que en lugar de una bandera o un fusil, el profesor llevaba libros bajo el brazo.

Advertisement

El confuso y perentorio discurso llamado “pensamiento Gonzalo” había adquirido vida propia. El “relato delirante”, como lo llamó Gonzalo Portocarrero, se había personificado en él, hasta el punto en que ya ni siquiera tenía que hablar o mostrarse, los hechos eran su lenguaje. Así fue como la figura alcanzó nuevos significados, tal vez los más efectivos, la del líder mesiánico que se confundía con el aire milenarista que soplaba en la pradera. A esas alturas, el incendio estaba declarado y se propagaba fuera de control por el país.

Desde luego, lo decisivo del “relato delirante” no es que Guzmán lo encarnara, sino que otros lo creyeran con verdadero fervor. El grado de “sujeción” —el término era de uso interno en el partido— que llegó a tener era absoluto. El fanatismo de sus seguidores no puede ser exagerado. Al principio eran principalmente jóvenes con formación universitaria, hijos o nietos de campesinos, luego se propagó a otros círculos; se ha calculado que en 1980 podía reunir quinientas voluntades resueltas, las suficientes para comenzar las acciones armadas.

Desde una hogar de dos pisos y vidrios polarizados, Guzmán estuvo en el centro de un baño de sangre que duró más de una década. La distancia del intelectual fue una de las características más constantes de su vida. Es seguro que no disparó ni una bala en la guerra que desató y sin embargo fue la mayor amenaza. En el Perú, un país en el que las ideas no son escuchadas, el caso de Guzmán muestra lo peligroso que puede ser un intelectual cuando sus ideas no son combatidas con otras ideas.

Fuente

Advertisement

Nacional

Más

Populares