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El coste de un aeropuerto provinciano

En el debate sobre la ampliación del aeropuerto barcelonés de El Prat, muchos han olvidado el coste de oportunidad, un cálculo básico para decidir cualquier inversión. Es el coste de aplicar o desechar un proyecto: el daño de no obtener unos beneficios, o al contrario, la ocasión de lograrlos.

Ese cálculo conlleva una virtud pedagógica. La usó Jacques Delors (y el gran Paolo Cecchini) bajo el lema —y los estudios sobre— El coste de la no Europa. Así convencieron a los Gobiernos para acordar las 300 directivas del Mercado Interior, suprimiendo las barreras para-arancelarias.

¿Cuál es el coste de desechar la ampliación de El Prat, impidiendo no solo su conversión en un ‘hub’ (encrucijada para el reparto del mundo de vuelos) sino siquiera un nodo de conexiones internacionales? O sea, de mantenerlo como aeródromo provinciano, con añadidos cosméticos.

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La respuesta la da el informe de la Universitat de Barcelona (UB) Impacto económico del aeropuerto Josep Tarradellas-Barcelona/El Prat, dirigido por los profesores Jordi Suriñach y Esther Vayà. Su ventaja es que sus proyecciones parten de una base muy verificada, los datos de 2018, lo que frena sesgos demasiado optimistas.

Como lo encontrarán fácilmente en la web de la UB, basta recordar algunas cifras. Solo la facturación pura y dura, el primer año posreformas, a pleno rendimiento, crecería un 68,2%, hasta 56.660 millones de euros. E incrementaría su contribución al PIB catalán en dos puntos (del 6,8% al 8,9%) anuales, unos 5.000 millones.

Así, el empleo directo crecería en 83.080 personas, y hasta 364.000 añadiéndole el indirecto, inducido y catalizado. La recaudación de impuestos aeroportuarios en Cataluña subiría un 70,7%, y en el conjunto español, el 72%, hasta 12.901 millones de euros anuales.

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¿Por qué son tan similares esos porcentajes impositivos catalán y español? Por el peso de El Prat en el sistema conjunto: así que no es de ninguna manera un asunto que solo interese a los catalanes. El Josep Tarradellas aporta a la cuenta global de beneficios 339 millones (en 2015), el 52% del total, por solo 27 millones Barajas, según el economista Ramon Tremosa.

Eso es lo que se ganaría, en crecimiento, empleos y ganancias. Eso mismo será lo que se pierda si capota la inversión: aunque aumentaría por un efecto más global, de marca, el signo inequívoco de una decadencia histórica de Cataluña (ojalá parcial y sectorial), a lo peor como en el siglo XV.

Las razones de aquellos contrarios de buena fe a la operación tienen virtualidades: la mella (que no pérdida) de una interesante reserva ecológica, La Ricarda; y el previsible aumento de emisiones de CO₂. Pero aquella puede contrarrestarse compensándola con la multiplicación prometida —por 10— del área de reserva. Y este, con el más rápido desarrollo del hidrógeno verde para alimentar a los aviones.

Quienes se oponen desde la reacción deberán explicar por qué han colocado a Cataluña como farolillo rojo territorial en energías renovables, boicoteando con tesón los nuevos parques; desde 2019 solo se han aprobado cuatro, de entre 400 proyectos. No sea que los molinos de viento nos manchen las vistas desde el chalé.

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