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Internacional

7 de septiembre

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, conversa con el ministro de Defensa, general Braga Netto (d), en Río de Janeiro.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, conversa con el ministro de Defensa, general Braga Netto (d), en Río de Janeiro.Andre Coelho / EFE

No sabemos qué será Brasil después de este 7 de septiembre. Es como si viviéramos una cuenta atrás hacia algo mucho peor que lo que ya vivimos. El “nosotros”, aquí, es el nosotros que no contemporiza con el genocidio, ni con la destrucción de la Amazonia ni de otros ecosistemas, ni con el crimen de desvío de dinero en la Asamblea Legislativa de Río de Janeiro, ni con la corrupción en la compra de vacunas, ni con la diseminación del coronavirus para generar la “inmunidad de rebaño”, ni con el exterminio de la democracia, ni con saltarse la Constitución. Los que no somos bolsonaristas ni antes de Bolsonaro, ni con Bolsonaro ni después de Bolsonaro. Una vez establecido el “nosotros”, ¿qué tenemos para hoy?

Bolsonaro es perezoso. Tiene alergia al trabajo, como ya había demostrado a lo largo de casi 30 años como diputado, durante los cuales estuvo chupando dinero público sin aprobar un solo proyecto relevante para el país, y como siguió demostrando al llegar a la presidencia. A Bolsonaro le gusta gritar y hacer un arma con la mano por las calles y las redes sociales. Sembrar el odio, en una campaña permanente para mantenerse primero en el Congreso y ahora en el Gobierno. Nadie ha cobrado tanto solo despotricando y promoviendo la violencia, la destrucción y la muerte.

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Bolsonaro posiblemente es corrupto. Hay indicios sólidos para sospechar que Bolsonaro enchufó a sus hijos en la política para que ganaran dinero para el clan. Es adonde apuntan todas las investigaciones sobre la trama delictiva conocida como rachadinha implantada en los gabinetes de sus hijos, donde supuestamente se desviaba el sueldo de varios empleados fantasma, colaboradores vinculados a la familia Bolsonaro, que actuaba como si fuera una organización criminal.

Bolsonaro está muy vinculado a las milicias, mafias paramilitares de Río de Janeiro. Hay declaraciones públicas de él y de sus hijos alabando a notorios milicianos. Asesinos, por supuesto. El principal posiblemente fue ejecutado en una operación policial. Hay medallas otorgadas a los milicianos asesinos. Hay conversaciones, hay actos y hay hechos. Su elección aceleró la conversión de parte de la policía en milicias, como se ha puesto de manifiesto en varios episodios de los últimos dos años y en la reciente adhesión a las manifestaciones golpistas del 7 de septiembre.

Bolsonaro cuenta con el apoyo de los mayores destructores de la Amazonia y otros ecosistemas, así como de sus pueblos: grileiros (ladrones de tierras públicas, recientemente beneficiados con la aprobación de la “Ley de Grilagem” en la Cámara de los Diputados), mineros ilegales, madereros y agentes de empresas transnacionales. Al “hacer pasar todo el ganado” —expresión utilizada por el exministro de Medio Ambiente Ricardo Salles en el sentido de derribar el mayor número de leyes medioambientales posible de una vez—, debilitando y militarizando los controles, incitando a la invasión de tierras públicas protegidas, creando proyectos de ley que permiten el avance sobre las áreas de conservación, todo ello apoyado por el amplio lado podrido del Congreso vinculado a la agroindustria, Bolsonaro aceleró la escalada de la mayor selva tropical del mundo hacia el punto sin retorno. Los estudios más recientes ya muestran que la selva emite más carbono del que absorbe, lo que significa que la Amazonia comienza a convertirse en un problema más que en una solución para el colapso climático provocado por la acción humana.

Bolsonaro lideró la ejecución de un plan para propagar el coronavirus para, supuestamente, obtener la “inmunidad de rebaño”. La acción genocida la demostró el estudio de más de 3.000 normas federales que realizaron la Universidad de São Paulo y la ONG Conectas Derechos Humanos. El resultado, hasta la fecha, es casi 600.000 vidas menos, casi 600.000 personas que echan en falta quienes las querían, casi 600.000 personas que echa en falta el país. Cuando Brasil alcanzó el medio millón, los estudios realizados por el epidemiólogo brasileño Pedro Hallal, de la Universidad Federal de Pelotas, señalaron que podrían haberse evitado más de 400.000 muertes si el Gobierno de Bolsonaro hubiera aplicado medidas de prevención. De esas, 95.000 podrían haberse evitado si el Gobierno hubiera comprado vacunas cuando se las ofrecieron. Eso equivale a toda la población de una gran ciudad. A la Corte Penal Internacional han llegado varias comunicaciones contra Bolsonaro por delitos de genocidio y exterminio, al menos una de ellas procedente de la derecha.

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Bolsonaro debería haber sido condenado por la Justicia Militar cuando planeó un atentado terrorista en el que haría explotar bombas en cuarteles. No lo fue. Bolsonaro debería haber sido responsabilizado penal y/o políticamente por diversas manifestaciones racistas, homófobas, misóginas y de incitación a la violencia que realizó durante sus diversos mandatos como diputado. No lo fue. Bolsonaro debería haber sido responsabilizado penal y políticamente cuando hizo apología de la tortura y del torturador durante la apertura del impeachment de la expresidente Dilma Rousseff. No lo fue. Bolsonaro ya debería estar siendo juzgado por genocidio en los tribunales brasileños, pero, protegido por Augusto Aras, el fiscal general de Bolsonaro que avergüenza a la República, no lo está (todavía). Bolsonaro ya debería estar sometiéndose a un juicio político, exigido por más de un centenar de solicitudes, archivadas por los dos últimos presidentes de la Cámara de los Diputados. No lo está.

Bolsonaro fue gestado por las deformaciones históricas de Brasil, especialmente el racismo estructural y la impunidad por los crímenes de la dictadura cívico-militar (1964-85).  Así, desde 2019, por todas las acciones y omisiones de las élites del país, Brasil está gobernado no solo por el peor presidente de la historia de nuestra democracia de sollozos, sino por uno de los peores seres humanos de todos los tiempos, y eso que tiene mucha competencia. Bolsonaro se ha comportado en la vida pública como un criminal compulsivo. Y Bolsonaro es peligroso. Brasil hoy está gobernado por un hombre muy peligroso. Y este 7 de septiembre está decidido a mostrar todo el potencial de su odio hacia todo lo que no sea él mismo.

Este 7 de septiembre, Bolsonaro ha decidido convocar a sus huestes de fieles para aterrorizar al país. Lo ha hecho porque es la única estrategia en la que es competente y porque está acorralado. Muy acorralado. Si no aterrorizara al país en la fecha “cívica” más simbólica de Brasil, lo más probable es que se expusiera a grandes manifestaciones masivas que pedirían su destitución al grito de “Fuera genocida” y “Bolsonaro a la cárcel”. Bolsonaro se ha adelantado y ha convocado a partidarios que se comportan como creyentes políticos para que, literalmente, se armen y ocupen las calles.

Y es que Bolsonaro llega al 7 de septiembre con la popularidad en horas bajas, con una parte de los tribunales superiores haciendo (por fin) su trabajo de proteger la Constitución, con las investigaciones de la trama de corrupción de la rachadinha acorralando cada vez más a sus hijos, con el número de muertos por covid-19 acercándose a los 600.000 mientras la variante delta se infiltra rápidamente en el país, con el desempleo corroyendo la vida de más de 14 millones de personas, con la inflación aumentando junto con el número de famélicos y sin ningún milagro en el horizonte para la reelección en 2022. Para impedir su impeachment en el Congreso, Bolsonaro ha estado alimentando a los diputados del Centrão —un conjunto de partidos políticos sin una ideología específica que tienen como objetivo estar cerca del Ejecutivo para conseguir ventajas— con grandes sumas de dinero público. Pero Bolsonaro conoce a los que son de su calaña y, por lo tanto, sabe que no se puede confiar en los aliados de hoy.

Bolsonaro también sabe que, aunque el 7 de septiembre consiga producir imágenes de grandes manifestaciones a su favor —que posiblemente lo conseguirá—, hoy sus partidarios son una minoría en Brasil. La mayoría de la población brasileña, como han demostrado diferentes sondeos, no quiere a Bolsonaro. Lo que Bolsonaro controla hoy es una minoría de iguales, que ya eran bolsonaristas antes de que Bolsonaro apareciera para darles nombre. Una parte lo es por diversas razones, que se encuentran en las deformaciones de la democracia brasileña y la abismal desigualdad del país; otra parte, como su base en la Amazonia, lo es porque se beneficia ampliamente de que Bolsonaro esté en el poder, ya que aumenta su patrimonio con tierras y recursos públicos de los que se apropia con el apoyo del Gobierno federal hecho milicia.

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Bolsonaro también puede contar con la mayor parte de la élite económica del país, la misma que lo gestó y lo ayudó a llegar a la presidencia. El vergonzoso culebrón de las cartas y manifiestos firmados por un tal “PIB” demuestra que están del lado que siempre han estado, el suyo. El país es su patio de extracción y la gente, carne barata. La única diferencia entre los que se negaron a decir nada y los que no mencionaron casi nada es que algunos piensan que Bolsonaro ya ha dado los beneficios que tenía que dar, ya ha destruido los derechos y las leyes que tenía que destruir para que ellos puedan lucrarse más, ya ha abierto la puerta a iniquidades hasta entonces impensables y, a partir de ahora, el tiro puede salir por la culata y, en lugar de matar a indígenas y negros, puede rozar sus cuentas bancarias. Otros creen que aún se puede masacrar el país un poco más, que todavía queda hilo en el anzuelo bolsonarista para hacer algunas fechorías más de las que el país necesitará décadas para recuperarse, pero que convertirán a unos cuantos más en multimillonarios. Esperar que salga algo mínimamente decente de la parte de las élites económicas que controlan el país desde las capitanías hereditarias motivadas solo por la extracción y la ganancia es ser más “ingenuo” que los que dicen que votaron a Bolsonaro porque pensaban que era honesto y que llevaría gente honesta al Gobierno. O que sería posible controlarlo.

Bolsonaro tiene apoyo, pero hoy es minoritario. Así que lo que tiene para ahora es imponer el terror, una lección que aprendió en el Ejército de niño, cuando las tropas de la dictadura cazaban a los opositores para torturarlos y ejecutarlos en la región donde vivía, y en la que se especializó ya como miembro oficial del Ejército, al planear un atentado terrorista e irse de rositas para iniciar una carrera como diputado. En la antesala de este 7 de septiembre, para Bolsonaro lo más importante no era hacer una demostración de fuerza, sino sofocar la resistencia, que se estaba organizando para ocupar las calles y pedir su destitución. Lo más importante no era llenar las calles con sus iguales, sino impedir que la oposición lo hiciera. Sin duda, Bolsonaro casi lo ha conseguido.

Todo indica que una parte importante de los opositores no saldrá a las calles este 7 de septiembre por una razón bastante legítima: el miedo a morir por las balas que disparen los seguidores convocados por Bolsonaro, ya sean civiles o policías militares. Hemos llegado a ese punto. Este es el tamaño del abismo. Y está aumentando. El golpe ya se ha dado, como escribo desde hace tiempo, y se profundiza día a día. Lo que aún no se sabe es hasta dónde puede llegar. Y con eso juega Bolsonaro para mantenerse en el poder. Amenaza con llegar más lejos, amenaza con terminar de reventar las instituciones, y tal vez lo consiga. Un país donde los ciudadanos que se oponen al presidente no pueden salir a la calle para manifestarse en la fecha más importante del calendario oficial porque pueden ser asesinados por partidarios instigados por el presidente ya no es una democracia. Hay que reconocerlo para poder impedir la expansión del proyecto autoritario.

Lo que Bolsonaro está diciendo es que lo poco que queda de democracia en Brasil no podrá impedirle que continúe con el golpe de Estado en curso. Este es el impasse de este 7 de septiembre. Bolsonaro está haciendo una prueba. Como hizo antes Donald Trump, con las consecuencias que conocemos, en un país con instituciones mucho más sólidas. Bolsonaro eleva la apuesta.

¿Qué hacer ante este ultimátum, en el que quien pierde apoyo en las urnas intenta mantenerse en el poder por la fuerza?

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Posicionarse y hacer lo que le corresponda a cada uno. Las instituciones que aún resisten, utilizar el poder constitucional que aún tienen. La prensa, cumplir su deber con la responsabilidad que le corresponde en un proyecto democrático, pero que a menudo se olvida en nombre de intereses ajenos al periodismo. Es un momento crucial. Y no hay ningún manual para afrontarlo. Ni siquiera los que vivieron la dictadura cívico-militar están preparados para responder al horror que supone tener en la presidencia a un hombre que se comporta como un terrorista. Pero es eso lo que vivimos hoy en Brasil. La forma en que Bolsonaro ha preparado el 7 de septiembre puede considerarse terrorismo de Estado.

Es importante reconocer que Bolsonaro ya ha conseguido parte de su objetivo: evitar grandes manifestaciones de la oposición contra él. La izquierda está dividida sobre la conveniencia de salir a la calle este 7 de septiembre. No es imposible, pero es poco probable que haya un mayor número de opositores que de bolsonaristas. Con su amenaza explícita, Bolsonaro ya ha conseguido que se desvirtúe en la calle la realidad que evidencian los sondeos: que hoy solo le apoya una minoría. Como la manipulación es fundamental en su forma de operar, está preparando otra: intentar simular que tiene el apoyo de la mayoría de la población con la imagen de una calle abarrotada y que la oposición es minoritaria o cobarde porque prefiere quedarse en hogar por miedo a morir por las balas de sus partidarios o de la parte miliciana de los policías que le apoyan. Es probable que consiga imágenes manipuladas así para cantar victoria en São Paulo y también en Brasilia.

Es importante entender que Bolsonaro ha logrado reprimir una parte de las manifestaciones en su contra con intimidaciones no porque sea inteligente, sino porque está armado. Bolsonaro ha impuesto y sigue imponiendo el terror a toda la población, a quien por deber constitucional debería proteger. Las instituciones deberían saber qué hacer con un presidente que se comporta como un terrorista contra su propio pueblo. Espero que lo sepan.

No es fácil, como ciudadano, decidir si salir o no a la calle este 7 de septiembre contra Bolsonaro. Como columnista de opinión, creo que, aunque es muy difícil analizar una historia que se mueve aceleradamente por un presidente que se comporta como un terrorista, tengo el deber ético de posicionarme con claridad. No como dueña de la verdad, sino tratando de hacerlo lo mejor posible con los hechos disponibles. Prefiero equivocarme por acción que por omisión. Y sé que, al día siguiente o incluso la noche del mismo día, aparecerán varios analistas de retrovisor para hacer el análisis perfecto de los hechos, el análisis de quien sabe y quien entendió y previó y premencionó y concluyó y acertó. No como si estuvieran analizando lo sucedido, lo cual es totalmente legítimo, sino afirmando que ya habían previsto todo lo que iba a suceder, solo que preferían no decírselo a nadie para no estropear la sorpresa.

Respeto profundamente los movimientos y personas que abogan por salir a las calles el 7 de septiembre en nombre de la resistencia a Bolsonaro y su Gobierno autoritario. Y respeto profundamente el argumento de que los más pobres —y en Brasil la mayoría de los más pobres son negros— ya están siendo asesinados en las periferias desde hace mucho tiempo. Aun así, creo que en este momento sería mejor que Bolsonaro se encontrara con las calles vacías. Que sus opositores, que ahora son mayoría, se queden en hogar o se reúnan en espacios donde tengan la posibilidad de protegerse. Esta vez no nos enfrentamos a adversarios políticos, sino a un presidente que se comporta como un terrorista, con la maquinaria del Estado a su favor y una parte de la policía actuando como una milicia. Es otra cosa. No creo que haya que poner el cuerpo frente a fanáticos armados. Puede no pasar nada. Puede pasar de todo. Utilizo el principio de precaución. Basta con que uno de los seguidores de Bolsonaro esté dispuesto a mostrar a lo que vino, esté determinado a convertirse en héroe, para que ocurra una tragedia.

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Hay indicios más que suficientes de que las fuerzas de seguridad, que deberían mantener la integridad de los ciudadanos y garantizar el derecho constitucional a manifestarse, se han convertido en parte en milicias. Hay hechos más que suficientes para demostrar que una parte de la Policía Militar no obedece a los gobernadores. Hay eshogars garantías de que las fuerzas policiales estén dispuestas a proteger a quienes se oponen a Bolsonaro este 7 de septiembre. Y, así, las manifestaciones de la oposición corren el riesgo de —con cualquier pretexto, y siempre hay uno— enfrentarse también a policías disparando contra los ciudadanos.

La democracia existe para que las leyes —no las armas— regulen las relaciones. Bolsonaro ha instado a sus partidarios a amartillar sus armas para destruir la Constitución. Mediante el terror, el presidente se ha apoderado del campo y ha determinado las reglas del 7 de septiembre. Creo que puede ser más potente en este momento mostrar —y declarar— al mundo que el derecho constitucional a manifestarse ha sido secuestrado en Brasil para quienes se oponen a Bolsonaro. Y ha sido secuestrado mediante amenazas y coacciones. Hay que establecerlo y reconocerlo dentro y fuera del país. Bolsonaro (todavía) no puede elegir cuándo nos manifestamos contra él, pero está eligiendo cuándo no podemos hacerlo, al apropiarse del 7 de septiembre imponiendo el terror.

Respeto a los que se arriesgan a morir para que Bolsonaro y su pandilla no reinen solos en las calles el 7 de septiembre, pero creo que este país ya tiene demasiados mártires. Este país produce mártires todos los días. Para enfrentar a Bolsonaro y todo lo que representa necesitamos a gente viva. Para refundar el país necesitamos a gente viva. La lucha es hoy y tendrá que continuar el día 8 y más allá. La lucha, que para muchos es siempre, esta vez será larga para casi todos.

Lo que llamamos pueblo brasileño no está formado por cobardes. Al contrario. Es el resultado de una monumental resistencia cotidiana contra todas las formas de muerte. El mayor ejemplo de esta monumental resistencia es, en este momento, el campamento de los pueblos originarios en Brasilia. Los indígenas, que han resistido al exterminio literalmente durante 500 años, han llegado al centro del poder en las últimas semanas para seguir el juicio del “hito temporal”, una de las tesis más perversas de una historia marcada por la perversión. Según el “hito temporal”, solo los pueblos que estaban en su territorio el 5 de octubre de 1988, fecha en que se promulgó la Constitución brasileña, tendrían derecho a sus tierras ancestrales. Pero si los pueblos no estaban en sus tierras en esa fecha es porque tuvieron que abandonarlas para que no los mataran los grileiros, los mineros ilegales, los madereros o las empresas transnacionales. Tuvieron que abandonar su tierra para que no asesinaran a toda su comunidad, y ahora los legisladores alegan que perdieron el derecho a su hogar porque no estaban allí.

Como el juicio en el Supremo Tribunal Federal se ha prolongado, parte de los líderes indígenas siguen acampados. Y han llegado más para la marcha de las mujeres indígenas, que comienza el 8 de septiembre. Es esencial que las instituciones que aún permanecen en pie garanticen la protección del campamento frente a los ataques bolsonaristas, y que la prensa permanezca vigilante, lista para informar al mundo de cualquier intento de masacre de los pueblos originarios.

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La resistencia cotidiana a Bolsonaro y a los bolsonaristas está por todos lados. Pero quienes están en primera línea, no solo el 7 de septiembre, sino desde hace mucho tiempo, necesitan más apoyo. En las últimas semanas, algunas de las personas más valientes que actúan hoy en Brasil se han puesto a salvo para que no las maten, ya que las recientes manifestaciones presidenciales sobre el 7 de septiembre han intensificado aún más la violencia, especialmente en la Amazonia. En Brasil se amplían las redes que la sociedad teje para proteger a los que encabezan la lista de los amenazados de muerte. No ha sido fácil para ninguna de estas personas decidir abandonar temporalmente el territorio al que pertenecen, donde sufren ataques y corren riesgos día tras día. Pero han comprendido que para luchar hay que estar vivo. Las retiradas estratégicas son una prueba de valor e inteligencia, solo los brutos ganan por la fuerza bruta. La lucha está lejos de terminar y necesitamos a toda la gente. Si hay algo que Brasil no necesita es más cadáveres. No podemos permitir que nos utilicen para justificar la violencia que Bolsonaro y los suyos han elegido como forma de vida y de reproducción del poder.

El 7 de septiembre siempre ha sido alabado por los opresores. Durante la dictadura, las escuelas tenían que desfilar por la patria, una patria degradada por los generales golpistas, mientras los opositores eran torturados y ejecutados por agentes del Estado en los edificios de los órganos del Estado y obedeciendo a una política de Estado. Dejemos la fecha de nuestra tragicómica independencia para los violentos. Este 7 de septiembre, en que el descendiente de aquellos que fundaron una nación sobre el exterminio, primero de los indígenas y luego de los negros esclavizados, anunció la independencia. Este 7 de septiembre, en el que el rey Pedro I declaró que Brasil se independizaba de Portugal mientras viajaba en mula postrado por la diarrea. Nuestros símbolos son diferentes y reverberan una resistencia de 500 años.

Ocupar las calles es vital para cualquier movimiento de resistencia. Es un momento para reunirse, es un momento para declarar principios, es un momento para establecer vínculos. Es un momento para hacer comunidad y luchar por lo común. Sin embargo, este 7 de septiembre hay un presidente que se comporta como un terrorista que determina las reglas. Y controla la maquinaria del Estado. Nosotros, que nos oponemos a Bolsonaro, no luchamos solo un día. Sino todos los días. Estaremos en pie el 7 de septiembre. Y estaremos en pie los días siguientes. El principal acto de resistencia en Brasil es mantenerse vivo para seguir luchando.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de siete libros, entre ellos Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.

Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

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Traducción de Meritxell Almarza

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