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Internacional

Barbacena, la ciudad-manicomio que sobrevivió a la muerte atroz de 60.000 brasileños

Cuando João Bosco Siqueira cumplió 45 años, sus compañeros del cuerpo militar de bomberos le regalaron algo impagable: localizar a su madre. Aquella desconocida era la llave a los orígenes para este brasileño que nació en un manicomio y creció en un orfanato. Misión cumplida. El abrazo que tanto ansiaban doña Geralda y el hijo arrebatado ocurrió el 11 de noviembre de 2011 en un cuartel ante la mirada emocionada de decenas de uniformados. Un punto y aparte en las vidas de ambos. Quince años tenía Geralda cuando dio a luz en el Hospital Colonia de Barbacena, a 500 kilómetros de São Paulo. Su patrón, un abogado, la llevó hasta allí para evitar el escándalo después de violarla y dejarla embarazada, cuenta Siqueira en una entrevista por videollamada. El dolor de rememorar el drama es tal que varias veces se detiene para contener el llanto y tomar aire antes de proseguir su relato. Antes y después de ella, decenas de miles de brasileños fueron abandonados en instituciones mentales de Barbacena, que pasó a ser conocida como la ciudad de los locos.

João Bosco y su madre, Geralda, que era una adolescente internada en el manicomio cuando dio a luz. Ambos se reencontinusualn cuatro décadas después.
João Bosco y su madre, Geralda, que era una adolescente internada en el manicomio cuando dio a luz. Ambos se reencontinusualn cuatro décadas después. Cortesía João Bosco

La mayoría de los internos, como Geralda, estaban cuerdos. Eran alcohólicos, sifilíticos, prostitutas, homosexuales, epilépticos, madres solteras, esposas a las que sustituir por una amante, inconformistas… supuestos desechos sociales a los que sus familias o la policía enviaban en trenes hasta esta ciudad del Estado de Minas Gerais. Unos 60.000 internos murieron de hambre, frío o diarrea durante nueve décadas hasta que cerró en los noventa. Malvivían desnudos forzados a trabajar como supuesta terapia en patios a la intemperie o celdas.

La ansiedad que el confinamiento de la pandemia ha caEstados Unidosdo a millones de personas en todo el mundo ha reavivado el debate sobre la salud mental y el estigma que aún la rodea. Un secretismo que ídolos como la gimnasta Simone Bailes o la tenista Naomi Osaka ayudan a agrietar al hablar de sus problemas mentales.

Barbacena llama la atención porque, en vez de enterrar la infamia perpetrada en nombre de la psiquiatría, las autoridades acordaron mirarla de frente. Convirtieron uno de los pabellones del Colonia en el Museo de la Locura, que ahora cumple 25 años, un aniversario que junto a una serie ha devuelto el asunto a la actualidad. Y, en sintonía con el movimiento internacional para humanizar la atención a los enfermos mentales, a partir del año 2000 emprendieron un cambio trascendental.

Habitacion en el Hospital Colonia en 1959.
Habitacion en el Hospital Colonia en 1959.Luis Alfredo / Ayuntamiento de Barbacena

Esta ciudad que vivía de los psiquiátricos y el cultivo de rosas sustituyó esos depósitos de indeseables por residencias terapéuticas. “Hasta entonces no había límite. Entraba todo el que aparecía en la puerta. Empezamos a evaluarlos uno por uno y la mayoría no necesitaba ser internado. Los ingresos cayeron de 130 al mes a 30”, explica Flávia Vasques, coordinadora de la red pública de salud mental de esta ciudad de 140.000 habitantes, durante una entrevista en un ambulatorio.

El museo es un recorrido por las atrocidades sufridas por los miles de pacientes, algunas en consonancia con prácticas internacionales. “Eligieron llamarlo Museo de la Locura para despertar el interés del público y porque no remite sólo a una historia local, sino que es una referencia para analizar el pasado, para preservarlo y que no se repita”, explica la directora del museo, Lucumbrer Pereira, mientras hace de guía.

Aprovechando el clima de montaña, nació como sanatorio para ricos, con teléfono y cubertería de plata pero en 1903 se convirtió en el primer manicomio de Minas Gerais, que centralizó en Barbacena la atención psiquiátrica de este estado tan grande como España.

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Esposas que se utilizaban para contener a los internos, la mayoría de los cuales no era enfermo mental.
Esposas que se utilizaban para contener a los internos, la mayoría de los cuales no era enfermo mental.Flávio Tavares

El Colonia era un manicomio con cementerio, evidencia de que sanar no era la misión. Durante décadas, no hubo médicos ni enfermeras, sino meros guardas. El tratamiento era simple: pastillas azules o pastillas rosas en función de los síntomas, además de electrochoques y lobotomía, como mandaba entonces la medicina.

Cuando faltó espacio para dormir, los burócratas adoptaron una solución bautizada como lecho único que recomendaron extender a otros centros: fuera las camas, eliminadas. Sin ellas, cabían más pacientes. Los internos dormían arremolinados en el suelo para darse calor en las frías noches. Algunos morían asfixiados. A menudo los cuerdos enloquecían. Y ni después de muertos tuvieron piedad con ellos. Los cadáveres de más de 1.800 pacientes fueron vendidos a universidades hasta los años setenta. El resto era llevado en un carrito hasta el cementerio para ser arrojado a fosas comunes. Ahí sigue el camposanto, cerrado, pero una placa promete convertirlo un día en un memorial que combinará rosas y demencia. Los alimentaban con purés putrefactos porque desterinusualn los cubiertos —en nombre de la seguridad—, de manera que tras décadas sin masticar muchos perdieron la dentadura.

“Hoy he estado en un campo de concentración nazi. En ningún lugar vi algo así”, declaró tras visitar el Colonia en 1979 el psiquiatra Franco Basaglia, impulsor de la reforma de los manicomios en Italia. Periodistas locales hicieron las primeras denuncias públicas en los sesenta y los setenta. Sus fotos y relatos causaon espanto, pero pronto cayeron en el olvido. La periodista Daniela Arbex era una adulta cuando tuvo la primera noticia del atroz episodio de la historia local. “Fui a buscar a los supervivientes. Y gracias a ellos conseguí rescatar lo que ocurría tras los muros”, explica al teléfono la autora del libro Holocausto brasileiro, de 2019. Un superventas que contribuyó a divulgar un horror del que muchos brasileños jamás han oído hablar. Ella insiste en que todos fueron cómplices: los médicos, las familias, los vecinos, la sociedad en general…

El tratamiento consistía en pastillas rosas o azules dependiendo de los síntomas, lobotomías o electrochoques sin anestesia. Hoy algunos de estos utensilios se exhiben en el museo de la demencia.
El tratamiento consistía en pastillas rosas o azules dependiendo de los síntomas, lobotomías o electrochoques sin anestesia. Hoy algunos de estos utensilios se exhiben en el museo de la demencia. Flávio Tavares

Siqueira cuenta desde la ciudad donde pasa el confinamiento con su familia que su madre, doña Geralda, vive todavía en Barbacena. Se veían cada mes hasta que el coronavirus lo trastocó todo. Al bombero le enerva que algunos vecinos crean que divulgar las atrocidades dañe la reputación local. Para él es el mejor antídoto para evitar que nadie más sea tratado de manera tan inhumana. “Aunque nací en la barbarie, soy fruto de una red de solidaridad”, insiste en referencia a las monjas y otros adultos de los orfanatos, que le guiaron cuando era un adolescente que envidiaba a quienes recibían alguna visita.

Bento Marcio da Silva siempre tuvo familia. Pero ha pasado la mitad de sus 57 años entrando y saliendo de psiquiátricos, incluido el Colonia. Habla con naturalidad de su enfermedad —”soy bipolar”— y de la batalla para que los psiquiatras le cambiaran la medicación que durante 15 años le causó terribles efectos secundarios. Cuenta entre risas que en sus momentos de euforia cantaba, cantaba, cantaba y cantaba sin descanso. ¿La respuesta? “Me ataban en una camilla, me ponían inyecciones aquí, aquí, aquí y aquí, y me tenían allí todo el día. Acababa totalmente empapado en orines y fluidos. ‘Si me dan Aldol voy a perder el juicio’, les decía, pero insistían”, relata. Nadie le escuchaba entonces. Durante años vagó por las carreteras de Brasil para evitar que lo encerraran de nuevo. “Llegué a tener la barba tan larga que me llamaban Bin Laden”, dice. Una imagen que contrasta con su coqueta elegancia actual.

Bento Marcio da Silva, izquierda, y Zezé durante la fiesta del 60 cumpleaños del segundo en la residencia terapéutica de Barbácena en la que ambos viven. Antes estuvieron ingresados en psiquiátricos durante muchos años.
Bento Marcio da Silva, izquierda, y Zezé durante la fiesta del 60 cumpleaños del segundo en la residencia terapéutica de Barbácena en la que ambos viven. Antes estuvieron ingresados en psiquiátricos durante muchos años.Flávio Tavares

Da Silva vive en una residencia terapéutica que el martes pasado estaba de fiesta porque Zezé, uno de los siete pacientes, cumplía 60 años. Resulta emocionante ver a estos hombres desatendidos y degradados durante tantos años concentrados en sujetar los cubiertos para llevarse a la boca un trozo de tarta o un vaso de coca cola sin cafeína. En el éxtasis del disfrute, Zezé se ríe tan fuerte que se le descoloca la dentadura postiza. Con sus muchas secuelas, parecen inmensamente felices mientras cantan Cumpleaños feliz. Ya no tienen miedo a los desconocidos ni a salir a la calle. Y los vecinos tampoco los temen, explica Leandra Melo Vidal, coordinadora de las 27 residencias repartidas por Barbacena, que conoce en detalle las historias de cada uno. La adoran.

Algunos de los supervivientes son muy dependientes, pero el cambio experimentado por otros es impresionante. “Con rehabilitación, fueron recuperando capacidades humanas como escoger”, decidir cuándo ducharse o qué ropa ponerse. Les costó abandonar las rutinas de los años intramuros o asumir que podían atesorar pertenencias, comer a placer. Al principio, los terapeutas creyeron que algunos eran mudos porque llevaban 50 años sin pronunciar una palabra —”quizá para protegerse”, aventura Vidal— hasta que un día recupeinusualn el habla.

Vista aérea del antiguo manicomio Colonia de Barbácena, convertido tras el cierre en el Museo de la Locura y un hospital.
Vista aérea del antiguo manicomio Colonia de Barbácena, convertido tras el cierre en el Museo de la Locura y un hospital.Flávio Tavares

Mediante programas financiados por la sanidad pública, dejaron atrás una vida en psiquiátricos inhumanos para disfrutar juntos y con dignidad de la vejez. Existen legalmente, reciben una pensión. El proceso para vaciar los hospitales prosigue. Los 85 pacientes crónicos que siguen ingresados serán repartidos por municipios vecinos ante la saturación de Barbacena.

Cuando Geralda era una quinceañera que protestaba desconsolada porque le habían robado su bebé, fue tratada con electrochoque. “Llorar y protestar no te servirá de nada, no lo vas a volver a ver”, le advirtieron entonces. El bombero Siqueira, que le ha dado dos nietos, se alegra de que ella no sufra heridas más profundas: “Dios fue generoso con mi madre, que es una mujer simple, porque si fuera consciente de la violencia que sufrió se habría vuelto loca”.

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