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Espectáculos

Festival de Venecia Día 2: Netflix muestra sus cartas (ganadoras): ‘El poder del perro’ de Jane Campion y ‘Fue la mano de Dios’ de Paolo Sorrentino

Fuerte arranque de la sesión competitiva con dos títulos que podrían, perfectamente, ser la mejor película del festival a su cierre.


Justo ayer paseaba por este parque temático cinematográfico el director artístico del Festival de Cannes, Thierry Frémaux. El soriano que llevo metido en la sangre no pudo evitar hacer un one-liner (voz interior): “Este ha venido a ver las películas de Netflix” (Cannes y Netflix llevan años a la greña por la prohibición del festival de incluir sus películas a competición). Sea más o menos justificable (aunque es de un negacionista que espanta) la postura de Cannes, lo que es cierto es que debido a ello Venecia se ha quedado dos de las películas más esperadas (por la cinefilia) del año: El poder del perro de la realizadora neozelandesa Jane CampionFue la mano de Dios del director napolitano Paolo Sorrentino. Ambos títulos han coincidido en este arranque del certamen veneciano ciertamente trepidante que, con el calendario en la mano, sí que es cierto que parece haber acumulado casi todos sus pesos pasados al inicio del festival (Dune, Schrader, Larraín, Wright, Mona Lisa and the Blood Moon, etc), dejando bastante poco para su segunda semana. Veremos qué ocurre. (Por cierto: me he quedado sin entradas para Spencer de Pablo Larraín, así que salvo milagro no podremos hacer crónica de la misma).

Han pasado doce años desde que Jane Campion rodara su último largometraje: Bright Star (2009), enredada como ha estado con la serie Top of the Lake (2013-2017), un vacío importante si consideramos que es una de las cineastas más laureadas del cine moderno -cuenta en su haber con un Oscar a Mejor Guion Adaptado, y una Palma de Oro, ambas para su obra cumbre El Piano (1993)- y que cuenta en su currículum con películas absolutas como, claro, la ya citada El Piano, pero también Un ángel en mi mesa (1990) o Holy Smoke (1999) (cómo me gusta esta película de amor y sexo torturado con Harvey Keitel y Kate Winslet). Su regreso a la dirección, como digo, viene de la mano de Netflix y es una adaptación del libro homónimo de Thomas Savage -no confundir con esa obra total que es ‘El poder del perro’ de Don Winslow, del que aún sueño una adaptación de Michael Mann-, una historia de amistad (y de amor) en un rancho del Oeste entre un cowboy rudo y sucio (excelente Bennedict Cumberbatch, en un personaje que abraza extremos sin diferenciación) y un joven pie tierno que disfruta tanto haciendo flores de papel como diseccionando en canal a un conejo (Kodi Smit-McPhee, el chaval, ya crecido, de La carretera (2009)). Campion se esmera e imprime fisicidad máxima tanto a cuerpos como a escenarios, convirtiendo las rocosas que rodean la granja en un condicionante psicológico que, como la propia sombra de perro agresivo que proyectan, varía de lo amenazante (peligro) a lo idílico (romance) sin inmutarse. Pero El poder del perro tarda en llegar a ese punto en el que abusón y víctima acaban convirtiéndose en maestro y discípulo, en compañeros inseparables; una hora antes Campion arranca su película contando la historia de dos hermanos: Phil (Cumberbatch) y George (Jesse Plemons, que todo lo que hace lo hace inquietantemente bien), el cowboy que sólo quiere cabalgar las montañas y el hijo pijo del ranchero que busca establecerse y formar familia. Este último conocerá y se encaprichará de Rose (Kirsten Dunst), madre viuda que cuida de un restaurante y cuyo hijo (Smit-McPhee) es fruto de continua burla de cualquier vaquero que pasa por el local. Un póker de personajes extraños, más aún cómo protagonistas de un western, por más contemporáneo que sea. Porque El poder del perro nos habla de cuatro personas luchando por encontrar su lugar en el mundo sin poder estar más deslocalizadas. Y, a su manera, torpe, alcohólica, sucia y violenta, intentarán buscarla por la vía del corazón. Sorprendente, inesperada, mimada hasta el último detalle, sin duda Campion ha vuelto a realizar una película fronteriza -ya lo era El piano, no olvidemos-, más allá de toda ley y territorio cognoscible, quizás el único espacio donde las historias de amor puedan germinar aunque para que este crezca sólo haya arena del desierto.

Paolo Sorrentino ha dicho en rueda de prensa en Venecia que Fue la mano de Dios es, prácticamente, una autobiografía, con el eje central del verano en el que sus padres fallecieron de forma un tanto absurda y él, para sobrevivir, se aferró a la fascinación por Diego Armando Maradona, que justo acababa de fichar por el Nápoles, el equipo de fútbol de su orgullosa ciudad natal (si no habéis ido a Nápoles, creedme, la ciudad está rendida a los pies del director). Personalmente con Paolo Sorrentino tengo una relación particularmente extraña, bueno, no con él, con su cine, claro. Cineasta que hace del exceso una de sus más poderosas herramientas estilísticas, que mezcla drama y comedia, a menudo en un contexto fantástico/surrealista, logrando trenzar hipérboles imposibles que pasan de la carcajada a la congoja en un mismo plano sin cortes, tiene en su carrera películas que me han expulsado del visionado a patadas -ejemplos: Un lugar donde quedarse (2011), Silvio (y los otros) (2018)- y también otras que me parecen realmente fascinantes: Las consecuencias del amor (2004), Il Divo (2008) y, claro, ese tótem que es La gran belleza (2013).


En su nueva película, Fue la mano de Dios, la sorpresa, de entrada, es lo contenido que se encuentra el cineasta. Es como si para hablar de su propia vida, de su familia, de su ciudad natal (que se explora constantemente en una declaración de amor maravillosa), del propio cine (se está continuamente citando a directores y películas)… hubiese querido bajar un poco el volumen, sosegar un poco sus formas, haciendo un ejercicio más tierno pero igualmente divertido y amargo, como es toda su obra en sí misma. De hecho, su primera hora, tremenda, buenísima, le ha salido muy berlanguiana -¡hasta cita al imperio austro-húngaro!- en lo doméstico, y su segunda hora, tremendamente felliniana -¡hasta se oye a Fellini! (aunque es fake, claro)-. Podríamos decir que esta película sería el Amarcord (1973) de Sorrentino, que también hay mujeres voluptuosas enseñando carne (aunque el chupinazo sexual va por un camino muy diferente), sustituyendo la mirada nostálgica de Fellini por un apasionamiento total por la figura de Maradona. A mí, que no soy nada futbolero, me ha llegado a emocionar la comunión absoluta de la gente celebrando los goles del desaparecido futbolista en el del mundo de México 1986. Es increíble la cantidad de buenos momentos que tiene Fue la mano de Dios, es un desbarre cada secuencia, de frases, de gestos, de cortes, de gritos, risas, lágrimas. Qué pasada de película le ha salido a Sorrentino.

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